No ser sordomudo al diálogo
Mc 7,31-37
Le presentaron a Jesús un sordomudo, él lo separó de la multitud, lo llevó aparte, puso los dedos en sus orejas y su lengua y dijo: “Efatá”, que significa “ábrete“, y el sordomudo comenzó a hablar y escuchar normalmente.
Jesús le sanó de su sordera y de su mudez del punto de vista físico. Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre y sigue sanándonos, cuando lo busquemos de corazón sincero.
En algunas oportunidades hay que pedir muchas veces y soportar un poco las “demoras” de Dios, pues en nuestros criterios Él debería actuar con más rapidez. Sin embargo, Él está profundamente interesado en nuestro bienestar y en nuestra prosperidad.
Además de las enfermedades orgánicas que nos lastiman, también padecemos de las psicológicas y espirituales, que de repente pueden maltratarnos más que las primeras y quebrantar a los que viven con nosotros.
La iniciativa de “oír al otro”, es decir, estar dispuesto al diálogo, es un tema de nunca terminar. Hay varios desafíos que tenemos que superar, empezando por las carreras de la vida, ya que es difícil para todos pagar las cuentas al fin del mes. Asimismo, lo que podemos llamar de “tiranía de las pantallas”, del teléfono celular, televisión, computador y redes sociales, que nos llevan (o roban) un tiempo demasiado grande.
Además, la costumbre de justificarse en todas las situaciones, de insistir en que se es discriminado de modo injusto, y por ende, tiene toda razón de quejarse. Es delicado reiterar muchas veces esta resbalosa conclusión: el otro es el culpable de prácticamente todo lo malo, y yo soy la pobre e inocente víctima.
Por otro lado, tengamos en cuenta el modo cómo se habla, pues es muy distinto hablar con ternura y buenas palabras, o con gritos y amenazas.
Jesús “hace oír a los sordos y hablar a los mudos” y ahí está nuestra esperanza para superar la muralla de la incomunicación. Muchas veces, es por amor a Cristo que nos disponemos a dialogar, una vez más, tratando de poner buena voluntad.
El Señor tocó sus oídos, ordenó que se abrieran y este gesto es actualizado en nuestro Bautismo, es decir, consideremos nuestra dignidad de hijos de Dios, tanto la mía, como la del otro, pues esto facilita el diálogo.
Es también fundamental vaciar el propio corazón de este “yo” inflado y soberbio, porque juzgarse el gran dueño de la sabiduría y de la justicia no facilita la comunicación.
Pidamos que Cristo nos ayude a escuchar a los otros, pues Él tiene poder para liberarnos.