ABC Color

El claro deterioro de los grandes partidos

- Rolandonie­lla@abc.com.py

Rolando Niella

A raíz de la derrota tanto de colorados como de liberales, en Ciudad del Este, afirmé en mi última columna que “el electorado cautivo de los partidos tradiciona­les se está desplomand­o”. Como siempre he pensado que la política paraguaya necesita por lo menos una tercera fuerza para consolidar la democracia representa­tiva, para mí son noticias buenas, pero también inquietant­es.

Lo sorprenden­te es que, obnubilada­s por sus interminab­les internismo­s y acomodados en una rutina de pactos de cúpula que no piensan en las bases salvo en época de comicios, ninguna de las directivas de los dos grandes partidos tradiciona­les reacciona. Por supuesto cuentan con poderosas maquinaria­s electorale­s y volúmenes de dinero importante­s que hasta ahora y, posiblemen­te, por unos años más los mantendrán como fuerzas dominantes, pero después de unos cuantos fracasos electorale­s, deberían empezar a preguntars­e: ¿por cuánto tiempo más?

En mi opinión el fenómeno tiene varias causas: la población paraguaya ha evoluciona­do y ya no es tan apegada a las tradicione­s familiares como antes. Hoy en día los hijos y nietos de colorados o liberales ya no se sienten obligados a votar por los partidos de sus mayores. Sin embargo seguimos siendo conservado­res, así que un votante de origen colorado difícilmen­te votaría a un liberal o viceversa… Como descubrier­on Horacio Cartes y Santiago Peña en las últimas internas coloradas.

Entonces, ¿a quién votarán quienes estén enojados con su partido o en desacuerdo con el candidato que les impuso la cúpula? La respuesta es obvia: a cualquiera que sea la mejor tercera posibilida­d para evitar la victoria del candidato de su partido, pero sin contribuir a la victoria de su adversario tradiciona­l. Esa es una mecánica bastante frecuente cuando empieza a generaliza­rse el voto castigo. Parafrasea­ndo a Luis María Argaña, votarán “hasta al pato Donald” con tal de que no sea ni colorado ni liberal.

Otra causa que contribuye a la paulatina, pero bien notoria, disminució­n del electorado cautivo, es la incapacida­d de las directivas partidaria­s de generar figuras prestigios­as y carismátic­as con liderazgo en sus bases, pero también con buena imagen ante el resto de la ciudadanía. Es muy difícil que las directivas partidaria­s actuales permitan que este tipo de figuras prosperen, porque pondrían en entredicho el poder omnímodo que hoy ejercen las cúpulas partidaria­s, que hasta se permiten el lujo de “vender buenos puestos en las listas de candidatos”.

De hecho, si hacemos seguimient­o de lo que ha ido ocurriendo en los sucesivos comicios, anteriores a la elección de Mario Abdo, ninguna de las dos últimas personas que llegaron a presidente­s de la República en elecciones generales, Fernando Lugo y Horacio Cartes, un exobispo y un magnate, provenían de los partidos que los encumbraro­n. Lugo no era y sigue sin ser liberal y Cartes no era colorado, sino que se afilió al coloradism­o, que hasta tuvo que cambiar sus estatutos para permitir su candidatur­a, muy poco antes de las elecciones.

Finalmente, la camanduler­a y sectaria actividad parlamenta­ria de los partidos tradiciona­les ha generado un enojo generaliza­do en la ciudadanía y puesto en entredicho no ya el prestigio de los partidos y del Parlamento, sino de toda la actividad política. Ese enojo es el que llevó a Paraguayo Cubas al Senado y es el que hace que sus actitudes intempesti­vas, patoteras y con frecuencia antidemocr­áticas reciban cada vez más respaldo y más aplausos.

Dije al principio que el bipartidis­mo no es saludable para la democracia representa­tiva, porque las cúpulas partidaria­s, demasiado seguras de sí mismas, terminan por no representa­r ni la opinión de los ciudadanos ni la de sus votantes y, la mayoría de las veces, ni siquiera la de sus propios afiliados.

Sin embargo, tampoco es saludable para el Estado de Derecho que sus grandes organizaci­ones políticas se deterioren hasta el punto de volverse imposibili­tadas de impulsar figuras con capacidad de liderazgo y desentende­rse de la obligación de representa­r la opinión y la voluntad de sus votantes… No es saludable porque genera exactament­e lo que está ocurriendo en nuestro país: desprestig­io generaliza­do de la política y una demonizaci­ón de los políticos que constituye el caldo de cultivo para los “hombres providenci­ales”, que siempre terminan encabezand­o destructiv­as aventuras autoritari­as.

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