Los deshonrados y los cómplices
La mayoría de la Cámara de Diputados volvió a protagonizar ayer un episodio deshonroso al “salvar” a tres de sus integrantes que de sobra hicieron méritos para ser echados sin miramientos.
La duda que cabría, quizás, sobre los diputados Carlos Portillo (PLRA), Tomas Rivas (ANR) y Ulises Quintana (ANR) es definir quién de ellos es más indigno de seguir ostentando el rótulo de representante del pueblo.
De Portillo se conoce un audio en el que negocia por dinero un fallo judicial, episodio al que se suman varias actuaciones vergonzosas que más lo asemejan a un personaje de comedia de baja estofa que a un legislador.
De Rivas, las pruebas dicen que pagaba a sus empleados particulares con dinero del Poder Legislativo, haciéndolos pasar por funcionarios.
De Quintana, que ya fue preso varios meses, se difundió un audio en el que opera con la policía para salvar a un “amigo” vinculado al narcotráfico.
Un argumento de quienes se opusieron a cualquier tipo de sanción fue el de la “legitimidad popular” de los afectados, por haber sido electos por el pueblo de sus respectivos departamentos.
Mucho se ha escrito acerca del significado de la legitimidad de origen y la legitimidad del ejercicio de los gobernantes.
Las personas que se candidatan a cargos nacionales o regionales pueden resultar electas en comicios legítimos y más o menos normales (es decir, con las trampas que se suelen hacer pero que no sean muy evidentes o generalizadas). Sin embargo, pueden perder esa legitimidad en caso que en el ejercicio de sus funciones cometan delitos o acciones deshonrosas que los descalifiquen para continuar ejerciendo.
En nuestro ordenamiento constitucional no existe la figura de la “revocatoria de mandato” para ningún cargo: ni para presidente, ni intendente ni parlamentarios ni concejales.
Sin embargo, la Constitución otorga a los organismos colegiados la posibilidad de evaluar y sancionar a algunas autoridades por su desempeño, a través de figuras como la del juicio político, la pérdida de investidura o, más leves, las amonestaciones y sanciones.
La figura del juicio político se ha utilizado varias veces en nuestra historia reciente, de manera a veces polémica. Pero al menos, casi siempre, su resultado expresó el consenso o no de las fuerzas políticas para sancionar a una figura pública relevante.
En una sociedad en la que se diera importancia a valores como la honestidad, la honradez y la capacidad para ejercer cargos, esperaríamos que las personas que ostentan una representación pública renuncien, en el caso que se haga evidente que carecen de una o de todas esas virtudes.
Tal cosa no ocurrió en el caso de los tres diputados que ahora deben creer que “zafaron” de una sanción.
Quienes lo salvaron saben en el fondo que no realizaron un acto de justicia sino de complicidad. Deben pensar que con esta acción se aseguran sus propias cabezas porque, evidentemente, no tienen la conciencia limpia.
El otro argumento mencionado por los defensores de lo indefendible es “la presunción de inocencia”, figura que tiene validez en el ámbito judicial pero que en el ambiente político carece de sustento. Como la mujer del César, un legislador no solo debe ser honrado sino además parecerlo.
Años atrás, en época del stronismo, los personeros del régimen que evitaban ir a parar a la cárcel por sus robos y atropellos, se las daban de grandes señores, se mostraban soberbios y presuntuosos.
En estos tiempos de redes sociales y de jóvenes pensantes difícilmente ellos permitan que pase desapercibida tanta exhibición de desfachatez