¿Qué presupone el presupuesto?
Todos los años por estas fechas asistimos a la misma película, repetida hasta el cansancio, cuyo argumento se puede resumir así: Hacienda pide austeridad, pero todas las reparticiones públicas (la mayor parte de las veces inclusive el propio Ministerio de Hacienda) piden más dinero para nuevas contrataciones e incrementos salariales y, finalmente, el Congreso aumenta acá y recorta allá, atendiendo a criterios de conveniencia política y no de necesidad económica.
Esta situación ha generado, entre otras cosas, que un funcionariado público gigantesco por su cantidad, pero mayoritariamente ineficiente por su calidad, acceda a unos salarios y a unas prestaciones sociales (salud, jubilación, etc.) mucho mejores, en promedio, que los de los trabajadores del sector privado, generando así una situación de privilegio en la que los que menos y peor trabajan son los que más ganan.
La única variante es que en algunos años afortunados la economía del país anda bien y se puede hacer frente al derroche y la irracionalidad presupuestaria, sin sufrir demasiadas consecuencias calamitosas; y en otros, como el actual, la situación es de crisis y recesión, lo que convierte un presupuesto desquiciado en una bomba de tiempo.
El Presupuesto General de Gastos de la Nación es el instrumento por excelencia de la política económica de un país. Nuestras autoridades y el funcionariado en general no entienden que hay una diferencia muy importante entre la política económica y la política, sin más. Los países que, como el nuestro, anteponen la conveniencia política coyuntural a la racionalidad económica, están condenados a atravesar profundas crisis cíclicas.
Este año la situación se ha tornado particularmente grave. Por una parte, la división radical en el partido de gobierno ha privado al ejecutivo de autoridad real suficiente para moderar la angurria con que todas las reparticiones públicas se abalanzan sobre el presupuesto; por otro lado, el Ministerio de Hacienda no recorta donde debe, sino donde puede, así que tampoco tiene autoridad moral para exigir a unos la austeridad que no se atreve a pedirle a otros.
En una de esas situaciones de risa que abundan en la vida institucional de nuestro país, Ejecutivo, Legislativo y Judicial se reunieron en una (aipo) “cumbre de poderes” en la que se comprometieron a una estricta austeridad. Después todos pensaron y actuaron igual: “Aprovechando que los demás van a ser austeros, yo pido lo que me da la gana y me aprovecho del ahorro de los demás”. Para reírse o para llorar, según se mire como chiste o como la expresión tragicómica de la pobreza ética, intelectual y operativa de nuestras instituciones.
Cuando, excepcionalmente, una administración designa a un funcionario que consigue imponer la racionalidad económica, mil voces se levantan pidiendo su cabeza, al mismo tiempo que cientos de manos se afanan para apropiarse del superávit logrado por su buena gestión. Parece una fantasía, pero es exactamente lo que le ocurrió a Dionisio Borda cuando fue ministro de Hacienda.
Un presupuesto de crisis no significa solamente que hay que recortar gastos, sino también que hay que incrementar la inyección de dinero en aquellas áreas específicas que pueden contribuir a recuperar el dinamismo económico y, por supuesto, prever que, al haber menos actividad económica, habrá más desempleo y más problemas sociales; así que, por ejemplo, la salud pública necesitará un refuerzo presupuestario y no un recorte.
Para reforzar las áreas claves, por supuesto, es necesario eliminar sin compasión los gastos superfluos. Pero aparentemente los gastos superfluos son lo más sagrado e intocable que existe para la clase política paraguaya, que, continuando con el ejemplo de la sanidad, en lugar de ampliar el presupuesto para la salud de todos los ciudadanos, derrocha ingentes sumas en pagar seguros sanitarios privados para sus funcionarios.
Una última reflexión: presupuestar significa literalmente prever un presupuesto. Vale decir: se trata de anticipar con razonable precisión cuánto dinero habrá realmente y dónde es más conveniente y necesario invertirlo y qué gastos se pueden sacrificar, totalmente o en parte, para contar con los recursos a fin de atender lo más necesario.
Por desgracia la previsión y la preocupación por el futuro no son las cualidades más frecuentes ni entre nuestros políticos ni entre nuestros funcionarios. Hasta el día de hoy y durante la mayor parte de estos años de democracia (escuálida, pero democracia al fin) la forma en que se ha tratado el presupuesto ha sido más bien con la convicción de que “Dios proveerá”, que de cálculos y previsión.
Y así nos va, porque nuestros gobiernos no han sido capaces de aprovechar los años de prosperidad, pensando en el futuro, ni siquiera sabiendo que nuestra economía es frágil y cíclica; así que ahora toca administrar la crisis sin suficientes recursos y con un millón de voces reclamando ruidosamente: “Queremos más plata, más plata y mucha más plata”.