Los ladrones públicos deben sentir el repudio ciudadano.
Tras la indignante sesión realizada a mediados de octubre, en la que una amplia mayoría de los diputados rechazó la expulsión de tres legisladores cuyas corruptelas ya son de sobra conocidas, la combativa abogada Esther Roa, de la Comisión de Escrache Ciudadano, instó al pueblo a salir a las calles para repudiar el abierto corporativismo de la Cámara Baja. Su oportuno llamado debería valer para todos los casos de fechorías individuales o grupales que se cometen en todo el aparato estatal y no solo en el Congreso. Es obvio que también se delinque con toda impunidad en los Poderes Ejecutivo y Judicial, así como en las entidades descentralizadas y las empresas públicas. Coincidentemente, otro grupo de escrachadores fue a demostrar su repudio a la titular de Petropar, Patricia Samudio. Pero hay mucho aún que hacer, pues los bandidos que ejercen una función pública han vuelto a recobrar confianza y se lanzan como aves de rapiña sobre el Presupuesto y los cargos públicos. La ciudadanía se debe unir contra ellos.
Tras la indignante sesión realizada a mediados de octubre, en la que una amplia mayoría de los diputados rechazó la expulsión de Carlos Portillo (PLRA), Tomás Rivas (ANR) y Ulises Quintana (ANR), cuyas corruptelas ya son de sobra conocidas, la combativa
abogada Esther Roa, de la Comisión de Escrache Ciudadano, instó al pueblo a salir a las calles para repudiar el abierto corporativismo en la Cámara Baja. Su oportuno llamado debería valer para todos los casos de fechorías individuales o grupales que se cometen en todo el aparato estatal y no solo en el Congreso. Es obvio que también se delinque con toda impunidad en los Poderes Ejecutivo y Judicial, así como en las entidades descentralizadas, tales como las Municipalidades, las Gobernaciones, el IPS y las empresas públicas. Coincidentemente, otro grupo de escrachadores se presentó a demostrarle su repudio a la titular de Petropar, Patricia Samudio. Pero a juzgar por la forma impune en que actúan autoridades nacionales, legisladores y políticos para adoptar medidas en su exclusivo beneficio, en desmedro de las necesidades del pueblo, es evidente que se necesita una gran participación de la ciudadanía para expresarles su rechazo, con toda firmeza pero dentro de la ley. Quienquiera que se esté enriqueciendo ilícitamente, según evidencias claras, debe recibir al menos una sanción pública de orden moral. Hay que señalar con el dedo a quienes actúan en la función pública en su propio beneficio y en el de sus allegados y clientelas, pues sería ingenuo confiar en que los agentes fiscales y los jueces cumplan siempre con sus respectivas obligaciones. Aparte de estar sometidos a los que mandan, también ellos están infectados en buena medida por el bacilo de la corrupción que socava así las bases mismas del Estado de derecho. En un país donde tanto los gobernantes como los gobernados fueran iguales ante la ley sancionada por personas honorables, sería innecesario que las víctimas se manifiesten frente a los domicilios de sus verdugos o que los centros comerciales les cierren sus puertas. En las condiciones actuales del Paraguay, no queda otra opción sino que las personas decentes establezcan en torno a ellos una suerte de cordón sanitario, aislándolos para que no contaminen el ambiente. Pero más allá del castigo moral que se pueda infligir a los delincuentes, que hasta invocan la presunción de inocencia, el escrache también puede tener saludables efectos políticos, como ya ha ocurrido en algunos pocos pero significativos casos.
José María Ibáñez, Víctor Bogado y Óscar González Daher habrían seguido enlodando sus escaños si la gente no les hubiera hecho sentir su desprecio. Más aún, es probable que los dos últimos ni siquiera habrían sido imputados por el Ministerio Público por delitos varios si sus canalladas hubiesen sido sufridas en silencio. Y el clan Zacarías Irún seguiría haciendo de las suyas en la Municipalidad de Ciudad del Este. Se tiene la impresión de que la ciudadanía ha bajado la guardia, quizá cansada ante la sucesión ininterrumpida de escándalos o, lo que sería peor, resignada a que la función pública sea ejercida para el robo. No hay que desfallecer, pues nada les gustaría más a los facinerosos, con investidura o sin ella, que el triste silencio de la sociedad civil. Es preciso que cada vez mayor cantidad de gente se haga sentir, con la palabra y con los hechos, para que los ladrones presupuestados no crean que pueden hacer lo que se les antoje, aunque dispongan del poder político y económico que les permita someter o comprar a quienes deben aplicarles la ley. No pueden tener tanto dinero ni tanta fuerza como para acallar a todo un país, de modo que no se deben bajar los brazos. Por lo demás, los escraches no solo conllevan una sanción moral o hasta política, sino que también pueden disuadir a quienes traman algún affaire. Los corruptos son muy caraduras, pero no tanto como para que les resulte indiferente que les arrojen o no papeles higiénicos frente a sus casas o que no pueden sentarse con tranquilidad en un restaurante u otro lugar público. Si quienes se traen algo entre manos observan que algún amigo de lo ajeno experimenta la repulsa de sus conciudadanos, puede que se abstengan de perpetrar el delito que saldrá a la luz, tarde o temprano. El impacto del repudio tiene que ser también firme y perseverante en los pequeños y medianos municipios expoliados por intendentes y concejales voraces, que desvían los recursos del Fonacide o de los royalties, entre otras cosas, sin el menor escrúpulo. El problema es que aún hay temor y no precisamente a la represión policial, sino a la venganza de los sinvergüenzas afectados, que se comportan como verdaderos caciques de sus localidades. Algún pariente de los escrachadores locales o departamentales puede ser removido de su cargo y, más aún, puede que las autoridades movilicen a patoteros para agredir a manifestantes, tal como ocurrió en San Antonio en junio último. Pero todo eso tiene sus efectos, pues esta cuestión llegó a la Cámara Baja, donde el diputado Hugo Ramírez (ANR) se quejó de que los legisladores ya casi no podían salir a caminar tranquilos. También pudo haber dicho que se les dificultaba traficar influencias, usar dinero público para pagar a sus empleados, o protegerse mutuamente con toda tranquilidad, cuando sus representados se enteran de sus corruptelas y se las sacan en cara. En fin, hay mucho aún que hacer, pues los bandidos que ejercen una función pública han vuelto a recobrar confianza y se lanzan como aves de rapiña sobre el Presupuesto y los cargos públicos. La ciudadanía se debe unir contra ellos, así como ellos se unen en sus curules y sus altos cargos para llenarse los bolsillos y protegerse mutuamente.