La corrupción sigue lacerando la imagen del Paraguay en el mundo.
El último informe de Transparencia Internacional (TI) sobre la percepción de la gente en 2019, el Paraguay es el segundo país sudamericano más lacerado por la corrupción pública, después de la saqueada Venezuela. Los propios paraguayos creen, por su experiencia personal, por los comentarios que escuchan o por noticias de la prensa, que aquí se roba en gran escala, tanto que un ex fiscal general del Estado, un expresidente del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, un expresidente de la Repúblicas y políticos y legisladores están presos o procesados. La verdad, si el Ministerio Público y el Poder Judicial fueran incorruptibles, los capitostes de la política que sientan los rigores del Código Penal formarían una multitud. Es obvio que la corrupción no es un fenómeno nuevo ni mucho menos, pues en informes anteriores de TI, el Paraguay ya ha venido ocupando vergonzosas posiciones en el ranking mundial. Lo novedoso ahora es que esa posición empeoró con respecto al 2018, lo que implica que nuestros compatriotas no creen que la situación haya mejorado bajo el actual Gobierno.
Gracias a que agentes fiscales y policiales allanaron la casa de Arnaldo Matías Gómez, el hoy recluido exjefe de seguridad de la permeable cárcel de Pedro Juan Caballero, la ministra de Justicia, Cecilia Pérez, y su antecesor inmediato Julio Javier Ríos se habrán enterado de que está dotada de una piscina y de ventanales de blíndex, entre otros lujos. Es presumible que ni ellos ni el director general de Establecimientos Penitenciarios, Víctor Servián, nunca se imaginaron que el cargo ejercido era tan rentable y no se les ocurrió indagar sobre las condiciones de vida de los funcionarios expuestos a tentaciones varias, muchas veces irresistibles. Empero, el fortuito hallazgo no habrá sorprendido a la ciudadanía, habituada a que ministros, legisladores, jueces, gobernadores, intendentes, aduaneros o agentes de tránsito, entre tantos otros enchufados al Presupuesto, incurran en el enriquecimiento ilícito impune, como si se tratara de una actividad inherente a sus respectivas funciones.
Es por eso que, según el último informe de Transparencia Internacional (TI) acerca de la percepción de la gente en 2019, el nuestro es el segundo país sudamericano más lacerado por la corrupción pública, después de la saqueada Venezuela.
Los propios paraguayos creen, por su experiencia personal, por los comentarios que escuchan o por noticias de prensa, que aquí se roba en gran escala, tanto que un ex fiscal general del Estado, Javier Díaz Verón, guarda prisión domiciliaria por presunto enriquecimiento ilícito; que un exministro de la Corte Suprema de Justicia, Miguel Óscar Bajac, está imputado por cohecho pasivo agravado; que un expresidente de la República, Horacio Cartes, lo está en el Brasil por “asociación criminal”; que un exsenador y expresidente del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, Óscar González Daher, está procesado por enriquecimiento ilícito, declaración falsa y lavado de dinero; y que un diputado, Ulises Quintana, se halla entre rejas por su complicidad en un caso de narcotráfico. Un exsenador, Víctor Bogado, fue condenado por tráfico de influencias, mientras que varios legisladores están encausados. Dos intendentes –de Puerto Pinasco y de Laureles– fueron condenados por desvío de fondos, mientras el de Asunción, Mario Ferreiro, fue imputado recientemente por coacción, lesión de confianza y tráfico de influencias.
En verdad, si el Ministerio Público y el Poder Judicial fueran incorruptibles, los capitostes de la política que sientan los rigores del Código Penal formarían una multitud.
Es obvio que la corrupción no es un fenómeno nuevo ni mucho menos, pues en informes anteriores de esa organización no gubernamental (ONG), el Paraguay ya ha venido ocupando vergonzosas posiciones en el ranking mundial. Lo novedoso ahora es que empeoró, con respecto a 2018, año en que figuró en el puesto 132 de entre 180 países. Ahora fue desplazado al 137, lo que implica que nuestros compatriotas no creen que la situación haya mejorado bajo el actual Gobierno, en lo que hace a la honestidad en la función pública.
Desde hace largos años hay una Secretaría Nacional Anticorrupción y una Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrupción, a las que se suman la Contraloría General de la República y las diversas auditorías internas, empezando por la general del Poder Ejecutivo, pero las cosas no han cambiado para bien. El dinero público invertido en la lucha contra ese flagelo no arroja dividendos y las palabras altisonantes, como “caiga quien caiga” o “vamos a cortarles las manos a los ladrones”, ya no impresionan a nadie. Cabe recordar que, en muchos casos, los hechos punibles cometidos en la función pública suponen la participación de particulares, entre quienes descuellan los contrabandistas, los evasores fiscales y los que sobrefacturan para compensar el soborno, como los proveedores de bienes o constructores de obras públicas.
El abundante dinero sucio del crimen organizado está contaminando no solo el sistema penitenciario, sino todo el aparato estatal. Aquí conviene prestar especial atención a las observaciones de TI acerca del tema candente del financiamiento político. Su coordinadora regional, Teresita Chávez, subrayó los problemas que conlleva y que la corrupción está “desgastando” la democracia, en tanto que su presidenta,
Delia Ferreira, instó a los Gobiernos a enfrentar con urgencia
el papel corruptor del “gran dinero” en el financiamiento de los partidos para “acabar con su influencia”.
Estos dichos son perfectamente aplicables a nuestra realidad y son muy oportunos, atendiendo que el próximo 4 de febrero la Cámara Baja se ocupará de un proyecto de ley que apunta, justamente, a transparentar las cuentas de las campañas electorales de las organizaciones políticas y de cada candidato. Es notoria la falta de interés de numerosos legisladores, sobre todo los del gobernante Partido Colorado, en cuanto a la “trazabilidad” de la gran cantidad de dinero que circula en torno a unos comicios, para lavarlo y comprar conciencias. A toda costa, quieren ocultar su origen con diversos pretextos, quizá porque tienen motivos para temer que salgan a la luz sus vínculos con la delincuencia de guante blanco y con la que se tiñe de sangre.
Con su actuación, estos políticos hacen todo lo posible para que la ciudadanía tenga la fuerte impresión de que son uno de los brazos largos de la mafia en la función pública, a tal punto que se resisten a que los gobernados conozcan sus declaraciones juradas de bienes y rentas, por alguna razón nefasta.
El panorama no es alentador, pero es de señalar que la ONG antes referida ha constatado también que “los movimientos anticorrupción en todo el mundo ganaron fuerza”. Sin duda, también la ganaron en el Paraguay, gracias a la loable iniciativa de ciudadanos comprometidos con el bien público, tanto en Asunción como en algunos lugares del interior del país. Hay que alentarlos para que sigan denunciando, una y otra vez, a los sinvergüenzas que nos roban a todos y ubican vergonzosamente a nuestro país entre los más carcomidos por la corrupción mundial.