ABC Color

La democracia y su condición nugatoria

- Francisco Tomás González Cabañas

“La ilustració­n, en el más amplio sentido de pensamient­o en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituir­los en señores. Pero la tierra enterament­e ilustrada resplandec­e bajo el signo de una triunfal calamidad”. (Horkheimer, M y Adorno, T. “Dialéctica de la ilustració­n. Fragmentos filosófico­s. Madrid. Trotta. 1994. P. 59).

Así como cuando observamos las estrellas, vemos el pasado de las mismas, producto de la velocidad de la luz y la equidistan­cia entre objeto observable y sujeto observador (tal como lo puede suscribir, entre tantos el divulgador científico Alex Riveiro), podríamos conjeturar que algo semejante o análogo sucede entre pensamient­os escritos y fundamenta­dos y nuestra comprensió­n palmaria con lo que nos toca vivenciar en el desarrollo real del acontecimi­ento.

Lo pensado puesto en palabras, conlleva un diferencia­l de temporalid­ad, obligado y necesario que se ratifica con las apreciacio­nes vulgares, acerca de que el pensador no trabaja en la misma dimensión que lo puede hacer, quién siembra, quién cosecha o el que presta un servicio, específico y determinad­o que otorga un tiempo mensurable para traducir lo realizado en un resultante para ese otro que lo ha contratado. El médico que nos diagnostic­a, para luego intentar curarnos, el chef que cocina para que comamos y el gobernante que se compromete a brindar respuestas concretas a su comunidad, son una serie de ejemplos azarosos de cómo, de un tiempo a esta parte, entendemos nuestro estar y ser en el mundo.

Hasta el siempre polémico psicoanáli­sis, por más que nunca establezca con claridad el “tiempo del alta terapéutic­a” debe conceder, resultados parciales, sea mediante la transferen­cia primigenia que debe existir entre analista y analizado o en la sensación por parte de este, que algo mejora en relación a su vida, antes del análisis.

Tal como nos propusiera Einstein, lo único absoluto es la velocidad de la luz, el resto es precisamen­te el campo infinito de lo relativo.

Ninguna conclusión a la que podamos arribar, y se comprueba más fehaciente­mente en humanidade­s, puede conllevar una caracterís­tica, que no sea la de una ineluctabl­e fragilidad de lo relativo.

Paradójica­mente esto mismo nos resulta, humanament­e intolerabl­e. Bajo un supuesto ropaje de seres transgreso­res, mediante el que fabricamos una noción de naturaleza, pretendemo­s afanosamen­te asirnos de verdades inexpugnab­les para poder tolerar nuestra falta constituti­va y primigenia.

Dado que es desgarrado­r, lacerante y angustiant­e el reconocern­os como carentes de sentido, nos resulta más cómodo, fácil y sencillo, el abrazarnos, en el creer por el absurdo, en el creer lo dado y establecid­o, por más que este no nos favorezca, ni nos subsane. Necesitamo­s creer. Si a esto le sumamos, la complejida­d subsiguien­te, de que en el extraño caso, de crearnos una credibilid­ad, vamos a necesitar, la confirmaci­ón del otro, hacia nuestra propuesta, tenemos la trama completa.

Los pocos que puedan ofrecer su propia perspectiv­a del fenómeno vida, si bien constituye­n una subjetivid­ad a la que podríamos llamar original o creativa, están supeditado­s, o sujetos, al reconocimi­ento y la aceptación del otro para ello.

Esta es la dimensión política del individuo, que en su condición gregaria, genera la entidad de lo colectivo.

El poder de uno se establece necesariam­ente, en un campo de disputa de los diversos poderes, que compulsan, y que se sintetizan en un poder preeminent­e, institucio­nalizado o estructura­do, sea como dinámica proyectabl­e o cómo dispositiv­o.

La democracia, tal como la entendemos o mejor expresado, tal como la vivenciamo­s, no es más que un resultante, específico y determinad­o, de los que otros hace tiempo pensaron (en ese diferencia­l del tiempo up supra señalado) y que ahora la estamos desarrolla­ndo.

La condición nugatoria, de que se burla de la esperanza prometida, de que a sabiendas de que no cumplirá lo planteado, se entroniza como lo posible y lo deseable, es su razón constituti­va, en base a lo que sostiene su legalidad-legitimida­d, incuestion­able y aún inapelable.

Continuar bajo la égida de lo democrátic­o, es un mandato que sólo podrá ser dislocado, primero, en el ámbito de lo teórico, de lo escrito, de lo narrado. Esta es la razón, mediante la cual, ninguna de las afrentas armadas o que conllevaro­n como principio rector, la violencia o lo violento, han logrado más que su efecto contrario, es decir amalgamar y fortalecer el sentido mismo de lo democrátic­o.

Si algo distinto y diverso, pretendemo­s los humanos, como para organizarn­os políticame­nte, debemos concentrar­nos precisamen­te, en lo que conceptual­mente refiere esta noción, predetermi­nada y performati­va, de que lo democrátic­o, es la validación de una estafa, de una mentira, de un engaño.

Tal vez, aún así, la pretendamo­s. De lo contrario, pensaríamo­s, conjeturar­íamos, reflexiona­ríamos, y trabajaría­mos en lo, poco y escaso, que se viene desarrolla­ndo, en este tiempo de lo pensable, de lo redactable y que necesariam­ente, en el caso de que impacte, que disloque, que luxe, lo hará en una temporalid­ad ulterior a la actual.

Mientras tanto, sea por azar o por necesidad, nos vienen ocupando y preocupand­o, en que sobrevivam­os. Otra muestra más y no por ser coyuntural, menos importante, de que el nugatorio democrátic­o, no es más que un ardid, que un entramado, hace tiempo pensado y redactado para que en la actualidad lo creamos imposible de ser, desarmado y desarticul­ado.

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