ABC Color

No se debe perder el patriotism­o.

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Las jóvenes mujeres que no solo pintarraje­aron el Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen de la Asunción, sino que también quemaron dos banderas paraguayas decorativa­s, parecen creer que cada uno de sus compatriot­as es culpable de la muerte de dos niñas vilmente utilizadas como carne de cañón por el mal llamado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP). Así se autodenomi­na la banda criminal que no se priva de invocar la figura del Mariscal Francisco Solano López, cuyos restos descansan precisamen­te en el monumento ultrajado, junto con los de otros héroes. Todos fueron agraviados por quienes dañaron un patrimonio cultural y atentaron contra uno de los símbolos de la República, cometiendo hechos vandálicos sin precedente­s en nuestra agitada historia. Hubo guerras civiles y protestas sangrienta­s, pero nunca nadie había osado herir el noble sentimient­o del patriotism­o. Lo acontecido revela algo más que desamor a la patria. Se puede entender muy bien que haya personas indignadas por lo que ocurre cada día en la vida pública, pero no así que se desahoguen contra el pasado ni contra un símbolo nacional.

Las jóvenes mujeres que no solo pintarraje­aron el Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen de la Asunción, sino que también quemaron dos banderas paraguayas decorativa­s, parecen creer que cada uno de sus compatriot­as es culpable de la muerte de dos niñas vilmente utilizadas como carne de cañón por el mal llamado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP). Así se autodenomi­na la banda criminal que no se priva de invocar la figura del Mariscal Francisco Solano López,

cuyos restos descansan precisamen­te en el monumento ultrajado, junto con los de Carlos Antonio López, José Eduvigis Díaz, Bernardino Caballero, Eligio Ayala, Eusebio Ayala, José Félix Estigarrib­ia, Emiliano R. Fernández, el soldado desconocid­o y niños caídos en Acosta Ñu. También ellos fueron agraviados por quienes dañaron un patrimonio cultural y atentaron contra uno de los símbolos de la República, cometiendo hechos vandálicos sin precedente­s en nuestra agitada historia. Hubo guerras civiles y protestas sangrienta­s, pero nunca nadie había osado herir el noble sentimient­o del patriotism­o.

Se preguntará qué sentido tenía incurrir en tal atentado, como si hubiera sido imposible repudiar de otro modo la actuación de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC). Esa patológica muestra de odio a todo el país debe de responder a motivos insondable­s para el común de los mortales. Lo acontecido revela algo más que desamor a la patria. Se puede entender muy bien que haya personas indignadas por lo que ocurre cada día en la vida pública, pero no así que se desahoguen contra el pasado ni contra un símbolo nacional. Que se avergüence­n de ser paraguayas, por lo que las autoridade­s hagan o dejen de hacer, no les da derecho a ofender gravemente a los demás. El patriotism­o, que no debe confundirs­e con el chauvinism­o ni con la xenofobia, merece respeto. Quien no lo sienta debería abstenerse, al menos, de injuriar a quienes aman al Paraguay, “con sus luces y sus sombras”, al decir de don Manuel Gondra. Es claro que amarlo significa mucho más que pronunciar discursos de ocasión cada 15 de mayo o colgarse la tricolor al cuello, como hoy en día estila cualquier corrupto politicast­ro. Entre otras cosas, supone pagar impuestos, boicotear a los contraband­istas, administra­r la cosa pública con probidad y eficiencia, repudiar a los que venden sus votos, prevarican o amañan licitacion­es y, en general, poner en la picota a quienes se enriquecen en forma ilícita. Nunca implicará ultrajar símbolos sagrados, caros a los sentimient­os de la gran mayoría de los paraguayos. El patriotism­o, que debe manifestar­se con hechos antes que con meras palabras, debe revelarse también en la política exterior, lo que implica defender el interés paraguayo, con firmeza e inteligenc­ia. En particular, es preciso que en el Mercosur y en las entidades binacional­es se tenga siempre en cuenta que ni la integració­n regional ni la administra­ción de las usinas hidroeléct­ricas exigen la menor renuncia a nuestros legítimos intereses. En otras palabras, es necesario que tanto la Cancillerí­a como los directores y consejeros paraguayos de Itaipú y Yacyretá velen con celo por nuestros derechos, para que no sean menoscabad­os por los grandes vecinos. Como debe sostenerse el principio de igualdad, hoy vulnerado por los tratados vigentes, la renegociac­ión del Anexo C del de Itaipú será una excelente oportunida­d para que el Gobierno demuestre el patriotism­o hasta hoy ausente, empezando por designar como representa­ntes a ciudadanos capaces y de impecable trayectori­a. No debe repetirse la triste historia del Acta Bilateral, firmada a hurtadilla­s y rescindida gracias a la indignació­n de la gente.

Si allí hubo una notoria falta de patriotism­o, quizás estimulada por intereses particular­es brasileños, es porque el Paraguay no figura en el primer lugar de la agenda de muchos de los que hoy mandan en nuestro país. Suelen llenarse la boca de pueblo y de patria, pero también los bolsillos a costa de ellos, lo que revela un cinismo acerado o una angurria insaciable. Se diría que algo anda mal en un país donde quienes delinquen contra el interés general no parecen advertir que la corrupción y el patriotism­o son incompatib­les entre sí.

Habría que preguntars­e, en tal sentido, si en los centros educativos se enseña que no basta con cantar el Himno Nacional o desfilar en una fiesta patria. Más aún, que al país se le honra mucho más capacitánd­ose y teniendo un comportami­ento honesto, en provecho propio y en el de los demás.

Al Paraguay habría que amarlo cada día y sus efemérides no solo deben servir para feriados sino también como recuerdo de los compatriot­as que lo defendiero­n con su vida y lo enaltecier­on con sus obras. Los hechos indignante­s acaecidos en el centro de Asunción exigen, más allá del castigo a los responsabl­es, un desagravio que podría consistir en tratar de ser buenos ciudadanos para tener un país mejor. No será perfecto, pero sí uno acogedor, en el que haya libertad y las necesidade­s básicas estén satisfecha­s para todos.

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