Quieren “salvar” al Paraguay matando a gente inocente.
La banda criminal Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) ha vuelto a demostrar su infinito desprecio por la vida y la dignidad humanas, al anunciar que asesinaría al exvicepresidente de la República Óscar Denis –secuestrado junto con su empleado, el nativo Adelio Mendoza– si sus demandas no fueran satisfechas. Quieren lograr una cruel victoria a costa de un país hoy atribulado por la pandemia, poniendo precio a la cabeza de una persona que tiene derecho a vivir en libertad. El miserable chantaje retrata de cuerpo entero, una vez más, a esa caterva de fanáticos que juega con los sentimientos de los familiares de los secuestrados y con los de toda persona de bien. Invocan a un pueblo que suponen constituido por desalmados como ellos, como si el común de los paraguayos fuera partidario del rapto, del robo, del narcotráfico y del homicidio, siempre que estén revestidos de consignas de supuesta reivindicación social. O sea que tienen como víctima a la sociedad toda, cuya dignidad menoscaban.
La banda criminal Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) ha vuelto a demostrar su infinito desprecio por la vida y la dignidad humanas, al anunciar que asesinaría al exvicepresidente de la República Óscar Denis –secuestrado junto con su empleado, el nativo
Adelio Mendoza– si sus demandas no fueran satisfechas. El plazo para el cumplimiento de una de ellas –la liberación de los condenados Carmen Villalba y
Alcides Oviedo Brítez– venció anoche, en tanto que la otra exigencia –la entrega de dos millones de dólares en alimentos a cuarenta comunidades– tenía que ser atendida dentro de ocho días. Si en este plazo no se cumplieran sus demandas, el exvicepresidente, que requiere de medicamentos para cuidar su delicada salud, sería “fusilado”, según el comunicado del EPP. Esto significa que, aparte de forzar a las compungidas hijas del político liberal a difundir un video propagandístico, los criminales pretenden poner de rodillas al Estado y obligar a los destinatarios del rescate en especies a cometer la iniquidad de aceptarlo.
Quieren lograr una cruel victoria a costa de un país hoy atribulado por la pandemia, poniendo precio a la cabeza de una persona que tiene derecho a vivir en libertad. El miserable chantaje retrata de cuerpo entero, una vez más, a esa caterva de fanáticos que juega con los sentimientos de los familiares de Óscar Denis y su ayudante Adelio Mendoza y con los de toda persona de bien. Invocan a un pueblo que suponen constituido por desalmados como ellos, como si el común de los paraguayos fuera partidario del rapto, del robo, del narcotráfico y del homicidio, siempre que estén revestidos de consignas de supuesta reivindicación social. O sea que tienen como víctima a la sociedad toda, cuya dignidad menoscaban. No solo ha sido puesto en jaque el Gobierno; por tanto, sería repudiable que un demócrata intentara obtener algún rédito político de la dramática situación. Hay mucho que criticar en la gestión gubernativa, pero no hay que hacerles el juego a quienes buscan una dictadura por la vía del crimen. Su ya prolongado desafío al orden constitucional debe ser respondido con la fuerza sometida a la ley. El sistema democrático cuenta con los instrumentos necesarios para defenderse de sus despiadados agresores. Se les debe dar una respuesta firme, para dejarles en claro que no quedarán impunes y que sus perversos designios no habrán de prosperar.
El Estado no debe caer en la provocación que supone cometer atentados para que se desate una represión indiscriminada, que terminaría generando las condiciones propicias para la revolución soñada. “Cuanto peor, mejor”, creen quienes prefieren el autoritarismo antes que la “aburrida” democracia en la que se debaten ideas. Aparte de la vileza que implica sacrificar vidas para un objetivo que ni siquiera sería deseable para la enorme mayoría de la población, la experiencia de otros países latinoamericanos enseña, más bien, que cuanto peor, peor. Es probable que, por de pronto, los facinerosos no aspiren más que a sentar al Gobierno en una mesa de negociaciones para asegurarse la impunidad, entre otras cosas. Juegan con todas las armas, como la de exponer a menores para que, eventualmente, sean muertos por la fuerza pública, lo que usarán como estandarte para desgastar políticamente al Estado al que combaten. Querrían que capitule tras confesar su impotencia para poner fin a sus desafueros. Aquí no se está atacando solo al Poder Ejecutivo, sino al propio Estado, como se desprende, por ejemplo, de la exigencia de poner en pronta libertad a dos condenados por la judicatura. ¿Estaría dispuesto el Presidente de la República a indultarles, previo informe de la Corte Suprema de Justicia? ¿O a promulgar una ley de amnistía, sancionada por el Congreso?
El Gobierno y el país en general se hallan en una encrucijada terrible: por un lado, están las sufrientes familias de los secuestrados; por el otro, ceder a las repudiables demandas de los secuestradores puede iniciar una cadena de exigencias que impliquen torcer la ley para satisfacer a los criminales. Ellos desean la muerte de quienes no comparten sus delirios y se las dan de salvadores de la patria, como si sus compatriotas los necesitaran para vivir mejor. Estos sanguinarios mesías tienen que ser derrotados porque el sistema democrático no admite que se recurra a las armas para imponer un programa y porque el Estado de derecho exige que se aplique la ley, tanto a los delincuentes comunes como a los que apelan a la violencia con pretextos políticos.
En suma, esta nueva declaración de guerra de la pandilla salvaje debe ser respondida no solo con la fuerza material, sino también con la moral que otorga la convicción de proteger a la República de quienes anhelan convertirla en un laboratorio liberticida. Los demócratas no deben rendirse, sino defenderse de los farsantes que invocan al pueblo e intentan ganar su confianza con regalos arrancados poniendo en vilo la vida de inocentes. No son Robin Hoods, sino simples forajidos disfrazados de “revolucionarios”.