Hay que detener la sangría.
Todos deseamos que 2021 sea un año de reactivación después de un 2019 económicamente malo y un durísimo 2020. Sin embargo, hay algo más que nos tiene que preocupar y mucho. El gasto público se ha descontrolado hasta un límite sumamente alarmante. Para salvar al Paraguay de un descalabro similar al de otros países de la región hay que detener la sangría de inmediato y empezar a pagar la cuenta. La situación se refleja claramente en el ritmo de endeudamiento, como pasa siempre que se gasta más de lo que se tiene. En 2011, hace tan solo una década, el Estado paraguayo debía 2.746 millones de dólares, que equivalían a apenas el 8,1% del Producto Interno Bruto, la deuda más baja de América Latina. Hoy debe 12.000 millones de dólares, el 33,5% del PIB, cuatro veces más.
Todos deseamos que 2021 sea un año de reactivación después de un 2019 económicamente malo y un durísimo 2020. Sin embargo, hay algo más que nos tiene que preocupar y mucho. El gasto público se ha descontrolado hasta un límite sumamente alarmante.
Para salvar al Paraguay de un descalabro similar al de otros países de la región hay que detener la sangría de inmediato y empezar a pagar la cuenta.
La situación se refleja claramente en el ritmo de endeudamiento, como pasa siempre que se gasta más de lo que se tiene. En 2011, hace tan solo una década, el Estado paraguayo debía 2.746 millones de dólares, que equivalían a apenas el 8,1% del Producto Interno Bruto, la deuda más baja de América Latina. Hoy debe 12.000 millones de dólares, el 33,5% del PIB, cuatro veces más. Todo lo que ofrecía de atractivo el país en términos macroeconómicos para la inversión nacional y extranjera, con la envidiable combinación de sostenido crecimiento económico con previsibilidad de estabilidad monetaria y fiscal, se ha evaporado.
La pandemia solo vino a acelerar de manera precipitada una tendencia que ya venía de antes. La bola de nieve comenzó a rodar durante la administración de Horacio Cartes, pero ni el Gobierno ni las fuerzas políticas con representación parlamentaria quisieron escuchar las advertencias, como tampoco dan señales de querer hacerlo ahora.
En octubre de 2016, en un artículo en nuestro colega Última Hora titulado “Ser o no ser (deudor), esa es la cuestión”, el entonces presidente del Banco Central del Paraguay, Carlos Fernández Valdovinos, para defender la política de endeudamiento que se impulsaba desde el oficialismo, pero que finalmente era aprobada también por la oposición, proyectó que si el país tomaba 6.000 millones de dólares más de deuda para 2023, el impacto en el ratio de deuda/PIB sería mínimo, pasaría del 19,8% a 21,1%.
Mucho antes de 2023 la historia da la oportunidad de probar su teoría en la práctica, ya que la deuda pública neta creció casi exactamente en 6.000 millones de dólares desde ese año. Pues bien, los hechos indican que Fernández acertó en el monto, pero falló en todo lo demás.
Su error deriva de que hizo su cálculo sobre el supuesto de un aumento sostenido del PIB del 5,75% por año, con la típica –y a menudo falaz– idea de que un mayor endeudamiento redundaría en mayor inversión pública y en mejor infraestructura, lo cual, a su vez, generaría mayor crecimiento económico y, con ello, una reducción relativa de la deuda en comparación con el tamaño ampliado de la economía. Ojalá la realidad fuera tan simple.
Era como vaticinar que la deuda realmente se destinaría a inversiones con alta tasa de retorno sin sobrefacturaciones, que la economía nacional crecería ininterrumpidamente sin atravesar ninguna crisis, que el gasto público corriente se mantendría bajo control, que se reducirían significativamente los niveles de corrupción, evasión e informalidad y que mejoraría dramáticamente la gestión pública. De más está decir que nada de eso ha ocurrido.
Traemos esto a colación porque es el mismo cálculo ilusorio que se hace hoy. Con la permanente excusa del covid, tanto el Ejecutivo como el Congreso, con el aval de prácticamente todos los sectores políticos, desde el Partido Colorado hasta el Frente Guasu, han entrado en una dinámica de endeudar cada vez más al país, con el agravante de que la mayor parte es para subsidios indiscriminados cuyo impacto nadie mide y para “mantener el funcionamiento del Estado” (léase, pagar sueldos de la administración pública), con la ilusión de que pronto habrá reactivación económica y todo se resolverá por arte de magia.
Con el déficit en 7,2% del PIB, cinco veces por encima del tope establecido en la ley de responsabilidad fiscal, desde el Gobierno prometen un plan de convergencia consistente en ir bajando paulatinamente el saldo rojo hasta volver al límite legal en 2024, ya después de terminado el mandato de Mario Abdo Benítez. Al igual que el de Fernández, el cálculo está sustentado en que todo irá bien de ahora en más, que las obras públicas incentivarán el crecimiento y que los políticos actuarán con sensatez y prudencia.
Por decir lo menos, es muy poco probable . La economía repuntará, pero tendrá sus altibajos, seguramente sobrevendrán nuevas crisis, nuevas emergencias, nuevas demandas, quién sabe cuántos otros imponderables, y es difícil de creer que los políticos espontáneamente tenderán a reducir el gasto público en perjuicio de su clientela, mucho menos en los tiempos electorales que se avecinan, salvo que haya un drástico golpe de timón.
Y es precisamente eso lo que se necesita, un drástico golpe de timón. Muchos consideran que un cierto nivel de déficit en 2021 es inevitable, por la esperada caída de las recaudaciones y la necesidad de mantener las inversiones públicas para apuntalar la reactivación. Pero nada de plan de convergencia. En 2022 las cuentas deben volver de una vez a una situación de relativo equilibrio, lo cual solo se conseguirá con una valiente reforma del Estado que garantice un uso adecuado y racional del dinero aportado por los contribuyentes.