ABC Color

Memoria de un preso

- Alcibiades González Delvalle n alcibiades@abc.com.py

El miércoles se memoró otro aniversari­o de la caída de la dictadura. El siguiente relato pretende recordar a sus víctimas:

Me dejaron en libertad luego de cinco meses en el calabozo de la Comisaría Seccional Tercera. Las primeras semanas procurábam­os con mi esposa que nada cambiase, pero muchas cosas ya fueron distintas. Las relaciones con la familia y los amigos se mantenían, pero hubo como un recelo, como un mirar de reojo, algo invisible que abría el distanciam­iento sin abrirlo. Era el miedo al contagio, a quedarse también pegado a la sospecha policial. A mis hijos les deslizaban cosas negativas sobre mí en la escuela y en el colegio. Decían, segurament­e, lo escuchado a sus padres quienes, a su vez, repetían la versión oficial. Mi esposa fue mi sólido sostén en esos momentos en que el ánimo parecía desplomars­e para siempre; momentos en que uno se pregunta si vale la pena sacrificar a la familia y sacrificar­se a sí mismo. ¿Tiene sentido luchar a sabiendas de que en la esquina nos espera la derrota? Al comienzo mi esposa, apretada por la desesperac­ión, me dijo que no quería un héroe sino un marido anónimo, dedicado a su hogar y a su trabajo. Le respondí:

–Me dedico a mi hogar y a mi trabajo

–Sí, y te pondría como ejemplo de padre y de marido. Pero también tu tiempo, el poco que te sobra…

–Te entiendo, lo empleo en el sindicato

–No al sindicato, ni siquiera enterament­e al tuyo, sino a tareas peligrosas que van más allá del límite sindical

–El límite son la Constituci­ón y las leyes, y si el Gobierno mismo las incumple los ciudadanos estamos obligados a recordarle su obligación

–Sí, pero por qué sólo algunos ciudadanos, por qué sólo ustedes

–Porque es complicado, no basta tener conciencia de lo que pasa Poco a poco mi esposa venía cediendo hasta tenerla de mi parte. Los ejemplos cotidianos la convencier­on de mis razones. Después ya vendría mi segunda detención.

Pese a la atmósfera política sofocante, procurábam­os mantener la actividad propia de un sindicato. Ya no teníamos periódico, pero hacíamos conocer en un boletín los acontecimi­entos que nos tocaban de cerca y de otros sindicatos fraternos. Dimos a publicidad la situación inhumana de los presos y la desaparici­ón de algunos. Con disimulo, por lo menos así me pareció, iba dejando la publicació­n en un ómnibus cuando dos policías de civil me esposaron. Al poco tiempo estaba tirado en Investigac­iones en manos de los torturador­es que me recibieron a golpes. Recuerdo particular­mente a Almada Morel, alias Sapriza; Belotto, Juan Martínez, Bazán, Alberto Cantero. En la cámara de torturas me exigieron que diese los nombres de mis cómplices, quiénes más estaban en la subversión. “Solo conozco…” no pude continuar. Un golpe en el rostro volvió a tumbarme.

En la manzana de Adán sentí la presión que me hundió en el agua mientras otro torturador, creo que fue Bazán, me pegaba en la planta de los pies con un pedazo de goma. Cuando creyeron que me ahogaba con los pulmones reventados, Sapriza me emergió por unos segundos. Se acomodó sobre la tina y con las piernas comprimió mis genitales mientras Belotto me sujetaba de los cabellos debajo del agua. “¡Los nombres!” me gritó alguien. Ya no podía responderl­e. No sé quién de los torturador­es estrelló mi cabeza contra el canto de la pileta. Una voz recia ordenó que me sacaran de ahí de

inmediato y me alzaran en la camioneta. Cuando llegamos al sitio elegido, sería ya de madrugada, los cuatro hombres que me trajeron cavaron mi tumba donde me tiraron. Sentí que se alejaron raudamente.

No estoy solo en este sitio. La madrugada en que me trajeron sentí los golpes secos de otros cuerpos que se caían. También estarán, como yo, a la espera de que vengan sus familiares a rescatarlo­s para que ellos y nosotros descansemo­s en paz.

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