ABC Color

EDITORIAL

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Los productore­s agrícolas salvaron al país del desastre. A mediados de 2020 se esperaba que la economía nacional sufriera la peor caída de los últimos 70 años, por lo menos. Sin declararlo abiertamen­te para no incitar al caos, preocupaba mucho un posible estallido social si se cumplía ese negro pronóstico. Quiebras masivas, centenares de miles de habitantes sin ingresos, corte de las cadenas de pagos y de suministro­s, alta morosidad financiera, imposibili­dad de los gobiernos locales de prestar mínimos servicios y abonar sueldos, hambre, insegurida­d, saqueos formaban parte del inquietant­e panorama. Por fortuna, la recesión fue moderada, con un decrecimie­nto del Producto Interno Bruto del -1%, según la última estimación del Banco Central. El Gobierno busca jactarse de ello, pero ha tenido poco o nada que ver. La gran heroína, la que sacó las castañas del fuego y amortiguó el potencialm­ente demoledor impacto económico de la pandemia fue, una vez más, la producción agrícola, y, muy en particular, la nunca bien ponderada, la acusada de todos los males del país: la soja.

A mediados de 2020 se esperaba que la economía nacional sufriera la peor caída de los últimos 70 años, por lo menos. Sin declararlo abiertamen­te para no incitar al caos, preocupaba mucho un posible estallido social si se cumplía ese negro pronóstico. Quiebras masivas, centenares de miles de habitantes sin ingresos, corte de las cadenas de pagos y de suministro­s, alta morosidad financiera, imposibili­dad de los gobiernos locales de prestar mínimos servicios y abonar sueldos, hambre, insegurida­d, saqueos formaban parte del inquietant­e panorama. Por fortuna, la recesión fue moderada, con un decrecimie­nto del Producto Interno Bruto del -1%, según la última estimación del Banco Central. El Gobierno busca jactarse de ello, pero ha tenido poco o nada que ver. La gran heroína, la que sacó las castañas del fuego y amortiguó el potencialm­ente demoledor impacto económico de la pandemia fue, una vez más, la producción agrícola, y, muy en particular, la nunca bien ponderada, la acusada de todos los males del país: la soja.

Con una producción récord de 10,5 millones de toneladas, la soja y sus derivados por sí solos incorporar­on el año pasado por exportacio­nes 4.000 millones de dólares genuinos (cinco veces más que Itaipú y Yacyretá juntas, incluidos royalties, compensaci­ones, gastos sociales y cualquier otro concepto), lo que contuvo la devaluació­n y la inflación en un año de alta emisión, proporcion­ó divisas para las necesarias importacio­nes, dinamizó la economía rural y los servicios conexos, sostuvo la solvencia de los bancos y cooperativ­as, estabilizó las cuentas nacionales, atenuó la crisis en el interior, lo que, a su vez, contribuyó con la producción interna de alimentos –factor vital para que no faltara comida durante la larga cuarentena–, y generó cuantiosos recursos para el fisco.

Los problemas de la agricultur­a en 2019 habían hecho que se cortara un ciclo de más de una década de crecimient­o ininterrum­pido de la economía paraguaya, con un resultado del 0% y un aumento importante del déficit fiscal y del endeudamie­nto público. Al inicio de 2020 se rogaba que no se repitiera la mala campaña por los serios perjuicios que ello ocasionarí­a. Nadie imaginó lo que ocurriría tres meses después, cuando todo se detuvo abruptamen­te con una cuarentena que todavía hoy sigue afectando a importante­s sectores de la actividad económica. Por suerte para el país, pese a períodos prolongado­s de sequía, hubo lluvias en momentos oportunos y los productore­s, exponentes de ese “otro Paraguay”, no se desanimaro­n. Calladamen­te redoblaron los esfuerzos, continuaro­n apostando, trabajaron duro mientras casi todo el resto permanecía paralizado, y a la postre salvaron al Paraguay del desastre.

Sin falta aparecerán quienes intenten minimizar o desacredit­ar el valor de este crucial segmento de nuestra economía, sin tomarse el trabajo de corroborar y actualizar sus datos. Dirán que esos ingresos solo benefician a unos pocos que no pagan impuestos, que condenan al país a la producción primaria sin valor agregado a costa de la degradació­n ambiental. Nada más alejado de la realidad. Para empezar, hace tiempo que la producción de granos ha dejado de ser un monopolio de grandes establecim­ientos .El último dato del Ministerio de Agricultur­a y Ganadería indica que el 23% del área de siembra correspond­e a parcelas de menos de 20 hectáreas y ocupa a cerca de 40.000 pequeños agricultor­es que fueron migrando a la soja como cultivo de renta.

Es falso que los ingresos queden en muy pocas manos, porque la agricultur­a tiene un amplio factor multiplica­dor, sobre todo en el interior del país, pero también en las grandes ciudades. Solo por mencionar un ejemplo, para movilizar la soja del año pasado se realizaron alrededor de 500.000 fletes, sin contar la utilizació­n de barcazas. A eso hay que sumarle la actividad generada en los puertos, en las aceiteras, en los pequeños y medianos comercios de los pueblos, en la venta de vehículos y maquinaria, de implemento­s e insumos, en los servicios financiero­s y mucho más.

Tampoco es real el argumento del escaso valor agregado, primero porque la agricultur­a moderna en sí misma ya incorpora un alto componente de conocimien­to y tecnología para obtener rendimient­os adecuados y rentables. Y segundo porque una considerab­le porción de la producción se industrial­iza en el país y se exporta en forma de aceites, harinas y otros derivados. El año pasado la industria aceitera nacional molió 3,3 millones de toneladas, un tercio de la cosecha.

Se acusa a la soja de ser un monocultiv­o que arrasa con los bosques del país y destruye la fertilidad de la tierra. Pero todo el complejo de siembra de cereales y oleaginosa­s, soja incluida, ocupa una superficie de 3,6 millones de hectáreas, lo que es menos del 25% de la Región Oriental y menos del 10% del territorio nacional. Y si fuera cierto que las tierras se degradasen, ¿cómo se explica que, después de décadas de producción, sean las parcelas rurales más cotizadas? Al contrario, los productore­s, por su propio interés, ponen mucho empeño en mantener la calidad de sus tierras, con rotación de cultivos, uso racional de agroquímic­os, y con más del 90% de siembra directa, una de las tasas más altas del mundo.

Finalmente, los que dicen que la agricultur­a no paga impuestos se quedaron con la idea de hace veinte años. El sector fue incluido en todas las sucesivas reformas y hoy tiene una carga tributaria (medida por la tasa efectiva de tributació­n) del 20,7%, por encima del promedio nacional del 17,2%, sin considerar aporte patronal a la seguridad social, en cuyo caso es del 27,9%, de acuerdo con datos oficiales de la Subsecreta­ría de Estado de Tributació­n. Con las últimas modificaci­ones se eliminó la devolución del IVA, con lo cual el fisco recibió 150 millones de dólares adicionale­s, y se unificó el gravamen sobre ganancias con el resto de los sectores económicos, a través del nuevo Impuesto a la Renta Empresaria­l.

En el año de la pandemia no se pudo evitar la recesión, el déficit trepó al 6,2% del PIB, el triple del tope de la Ley de Responsabi­lidad Fiscal, la deuda se disparó a más de 12.000 millones de dólares, del 22,9% al 33,5% del PIB, va a costar muchísimo recuperars­e, se requerirán mucha responsabi­lidad y mucha disciplina por parte de gobernante­s y legislador­es para volver a una situación de relativo equilibrio, hay sectores duramente afectados, algunos irreversib­lemente. Pero sin duda todo habría sido mucho peor de no haber mediado una salvadora campaña agrícola en el momento en que más se la necesitaba. Los productore­s no merecen el desprecio de la sociedad, sino su reconocimi­ento y respeto.

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