ABC Color

Paraguay continúa chapoteand­o en la corrupción.

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Se diría que el Paraguay está signado por la corrupción invencible, pese a que no le faltan órganos encargados de prevenirla o combatirla: hay una Contralorí­a General de la República, una Auditoría General del Poder Ejecutivo, una Auditoría interna en las entidades públicas, una Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrup­ción, una Dirección Nacional de Contrataci­ones Públicas (DNCP) y hasta una Secretaría Nacional Anticorrup­ción (Senac), dotados de recursos humanos y materiales suficiente­s para al menos tratar de atenuar ese flagelo. Por si fuera poco, tanto el Senado como la Cámara de Diputados tienen también organismos similares. Se suceden las promesas rimbombant­es de los gobernante­s de turno, como la de “tolerancia cero contra la corrupción”, la de “cortar la mano a los corruptos” o la de “¡caiga quien caiga!”. Pero, nuevamente, un reciente informe de dos organismos internacio­nales ubica al Paraguay en el puesto número 12 entre 15 países latinoamer­icanos en materia de corrupción.

Se diría que el Paraguay está signado por la corrupción invencible, pese a que no le faltan órganos encargados de prevenirla o combatirla: hay una Contralorí­a General de la República, una Auditoría General del Poder Ejecutivo, una Auditoría interna en las entidades públicas, una Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrup­ción, una Dirección Nacional de Contrataci­ones Públicas (DNCP) y hasta una Secretaría Nacional Anticorrup­ción (SENA),

dotados de recursos humanos y materiales suficiente­s para al menos tratar de atenuar ese flagelo. Por si fuera poco, tanto el Senado como la Cámara de Diputados tienen, respectiva­mente, una Comisión de Cuentas y Control de la Administra­ción Financiera o de la Ejecución Presupuest­aria. Tampoco faltan normativas especiales,

como la ley que aprueba la convención de las Naciones Unidas contra la corrupción, la que castiga el enriquecim­iento ilícito y el tráfico de influencia­s o la que prohíbe el nepotismo en la función pública. Por supuesto,

se suceden las promesas rimbombant­es de los gobernante­s de turno, como la de “tolerancia cero contra la corrupción”, la de “cortar la mano a los corruptos” o la de “¡caiga quien caiga!”. Son muy frecuentes las reprimenda­s de la Iglesia católica y cotidianas las denuncias periodísti­cas o ciudadanas sobre delitos cometidos en el aparato estatal. Pero, nada, la corrupción sigue teniendo carta blanca en nuestro país.

En efecto, la podredumbr­e persiste hasta el punto de que se tiene la impresión de que el Paraguay está condenado a sufrir latrocinio­s de todo tipo, que casi siempre quedan impunes. Así como no solo hay una mera “sensación de insegurida­d” –como se quiere hacer creer–, causada por la “mediatizac­ión” de hechos punibles violentos, tampoco la percepción de la corruptela, reflejada en los informes anuales de Transparen­cia Internacio­nal, responde nada más que a apreciacio­nes subjetivas, influidas por la prensa, el clero o las organizaci­ones sociales y políticas. Es lo que surge de la nueva edición del Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción, dada a conocer recienteme­nte por el Americas Society/Council of the Americas (Nueva York) y por la consultora Control Risk (Londres). El informe, que clasifica a los países según su eficacia para prevenir, detectar y castigar la corrupción, ubica al Paraguay en el puesto número 12 entre 15 países latinoamer­icanos, solo por encima de Guatemala, Bolivia y Venezuela. Esto significa que aquí la “impunidad continúa” sin cesar, mientras que Uruguay, Chile y Costa Rica están situados en el extremo superior de la escala.

En otros términos, el Paraguay “sigue siendo uno de los países con peor rendimient­o”, lo que, más allá de la constataci­ón de la calamidad, implica un llamado de atención sobre su persistenc­ia, pese a los órganos competente­s, a las leyes especiales, a las promesas conmovedor­as, a las admonicion­es severas y a las denuncias indignadas. Se plantea de inmediato la pregunta del por qué, a la que podrían darse variadas respuestas, si se excluyera que la corruptela es una fatalidad irremediab­le, a la que convendría resignarse. El informe referido no yerra al apuntar la duradera “politizaci­ón de las institucio­nes judiciales”, esto es, a su dependenci­a del poder político, al que se puede agregar el poder económico. Mal se podría esperar que los sinvergüen­zas sean punidos por unos jueces venales, que prevarican al mejor postor o según el padrinazgo político. Se trata del eterno problema de quién controla a los controlado­res, entre quienes también se incluyen a los agentes fiscales y los funcionari­os de la Contralorí­a, de la DNCP, de las auditorías y de la Senac, así como los parlamenta­rios y concejales municipale­s y departamen­tales.

Y bien, estos señores deben ser controlado­s por sus eventuales víctimas: los habitantes de este país rutinariam­ente saqueado por malandrine­s instalados en el Presupuest­o, que tienen buenos motivos para confiar en que sus fechorías queden sin el condigno castigo. Hay que poner bajo la lupa no solo a quienes administra­n el dinero público, sino también a todos los asalariado­s de los contribuye­ntes, sin olvidar nunca que suelen actuar en connivenci­a con particular­es tan facineroso­s como ellos. Es preciso exigir transparen­cia, porque el secretismo facilita el robo, y emplear el voto para empezar a depurar las institucio­nes –bien se puede comenzar ahora en las elecciones municipale­s–, sin dejarse embaucar por los anuncios grandilocu­entes de los que mandan. No estaría mal, en fin, revivir las llamadas “contralorí­as ciudadanas” en cada municipio, atendiendo que la población puede ser la mejor defensora de sus propios intereses.

Es una vergüenza que este país siga distinguié­ndose, en el contexto latinoamer­icano –e, incluso, mundial– por la corrupción desaforada y sempiterna. Ya que está visto que poco o nada se puede esperar de una Justicia sometida al padrinazgo político, de sus habitantes depende que no sigan siendo exprimidos por los canallas empotrados en el aparato estatal.

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