Sanemos nuestras sorderas
Le presentaron a Jesús un sordomudo, él lo separó de la multitud, lo llevó aparte, puso los dedos en sus orejas y dijo: “Effetá“, que significa “ábrete”: el sordo comenzó a escuchar normalmente. Él le sanó de su sordera y de su mudez, del punto de vista físico. Cristo es el mismo, ayer, hoy y siempre, de modo que Él sigue tocándonos y sanándonos, siempre y cuando lo busquemos de corazón sincero.
En algunas oportunidades hay que pedir muchas veces y soportar las “demoras” de Dios, pues en nuestros criterios Él debería actuar más rápidamente. Sin embargo, Él está profundamente interesado en nuestro bienestar, nuestra salud y nuestra prosperidad.
Además de las enfermedades orgánicas, que nos maltratan, también padecemos de otras psicológicas y espirituales, que seguramente nos maltratan bastante, y quebrantan a los que viven con nosotros.
El tema “oír al otro” es un desafío de nunca terminar. Empieza con las carreras de la vida, la lucha para pagar las cuentas del mes y de modo amenazador la “tiranía de las pantallas”: teléfono celular, televisión y computador, que no facilitan el diálogo de la pareja, ni de la familia.
Además, todo mundo quiere hablar, explicar el momento por qué pasa, dejar claro que es discriminado de modo injusto y tiene toda razón de quejarse, porque, al fin y al cabo, los otros “siempre” le fallan.
Asimismo, queremos detallar las razones de nuestras actitudes y manifestar los justificativos que llevan siempre a la misma conclusión: el otro es el culpable, y yo soy la víctima inocente. Por otro lado, pesa bastante el modo como se habla, ya que se puede ser cascarrabias, repetitivo y mal educado.
Jesús “hace oír a los sordos” y ahí está nuestra esperanza para superar la muralla de la incomunicación. Es necesario conocer más al Evangelio para empaparse de las estrategias que Él usa. En el texto de hoy, separa al enfermo del bullicio de la gente, o sea, uno debe ir para dentro de sí mismo.
El Señor toca sus oídos, ordena que se abran y este gesto es actualizado en nuestro Bautismo, es decir, consideremos tanto mi dignidad como hijo de Dios, cuanto la dignidad del otro: esto facilita el diálogo.
También es fundamental vaciar el propio corazón de este “yo” muy hinchado y soberbio. Cuando uno se juzga el superstar y la maravilla del mundo, ya de antemano lo que el otro diga es tontería, y no merece ser oído.
Tengamos más interés en escuchar a Cristo, y más delicadeza hacia nuestros familiares.
Paz y bien