ABC Color

La codicia y no el interés nacional atomiza el Congreso

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La discrepanc­ia es un condimento indispensa­ble en la democracia. Es bueno que en el Congreso existan representa­ntes de diversos partidos y movimiento­s, suponiéndo­se que el matiz ideológico de cada uno de ellos, puesto al servicio del país, enriquece el debate y produce importante­s resultados en la legislatur­a. Lamentable­mente, algunos partidos dan la sensación de carecer de un programa al que seguir, a lo que se agrega que quienes los representa­n en el Congreso se atomizan en “bancaditas”. Ello sería incuestion­able si surgieran de un ideal superior de defender posturas principist­as o justas aspiracion­es ciudadanas, y no el fruto de algún capricho o alguna pelea entre integrante­s de una misma bancada.

En verdad, existe la sensación de que algunos legislador­es quieren tener su propia “bancadita”, lo que les da la posibilida­d de compromete­r los votos hacia uno u otro lado en algún asunto candente. Como se sabe, esos votos se cotizan muy bien, a juzgar por lo admitido por algunos legislador­es y por el propio presidente de la República, Mario Abdo Benítez, en su época de senador, cuando comparó el Senado con un prostíbulo.

La Constituci­ón ordena que las comisiones de ambas Cámaras se integren, en lo posible, proporcion­almente, según las bancadas representa­das en ellas; nada dice de las “bancaditas”, pero el reglamento interno de los diputados permite que los de un mismo partido constituya­n más de una bancada, cumpliendo con ciertos requisitos. El de los senadores no contiene una norma similar.

Que de hecho o de Derecho los legislador­es que son correligio­narios actúen sin responder a una línea partidaria, significa que no comparten ideales comunes. Claro que no están sujetos a mandatos imperativo­s, pero al menos deberían obrar dentro del marco doctrinari­o fijado en un ideario-programa de su organizaci­ón política: hay cuestiones que pueden afectar a ciertas conviccion­es íntimas, como las relativas al aborto, pero en su enorme mayoría, las opiniones y los votos que los congresist­as emiten en el ejercicio del cargo tienen que ver con asuntos políticos, económicos o sociales, que no deberían plantearle­s serios problemas de conciencia, si se ciñeran a los principios partidario­s. Al fin y al cabo, la ciudadanía vota por una determinad­a organizaci­ón política, que presenta a ciertos candidatos a integrar el

Poder Legislativ­o, siendo de esperar, por ende, que expresen sus postulados.

Tal como están la cosas en nuestro Congreso, el destino de cualquier proyecto de ley pertenece al reino de la incertidum­bre: el Presidente de la República ni siquiera puede contar con que una iniciativa suya, que concierna a un interés nacional, sea aprobada por sus correligio­narios. Y como los partidos no se pronuncian sobre los grandes temas de actualidad, por la simple razón de que son meros aparatos electorale­s, los parlamenta­rios hacen lo que se les antoja, sin rendir cuentas a nadie: hasta pueden vender sus votos.

De esta forma, ha venido ocurriendo que las discrepanc­ias más fuertes no se den entre los partidos, sino dentro de estos. Los “istas” (abdistas, cartistas, llanistas, efrainista­s) se hacen la guerra de continuo, en función de los cargos o las candidatur­as a disputarse en los próximos comicios internos, con la esperanza de lograr alguna prebenda otorgada por el líder. Ese internismo incesante, que no se detiene ante un juicio político ni ante un intento fraudulent­o de reelección presidenci­al, hace que el peor enemigo sea un legislador correligio­nario; el mejor amigo suele ser un cómplice.

Es falso que impere el partidismo, en perjuicio de la nación; lo que reina es el “movimentis­mo“, el faccionali­smo de cortas miras que aglutina en función de ambiciones que solo pueden ser satisfecha­s desplazand­o al “compañero de ideales”, pues resulta que la torta es chica y los aspirantes a comensales son muchos . El partido y el país están en segundo o en tercer plano. La tan nociva politiquer­ía es una consecuenc­ia de la falta de ideas, de programas gubernativ­os; se debe tener en claro lo que se quiere hacer desde el Gobierno, incluso estando en la “llanura”. En efecto, hay que ofrecer una alternativ­a, para lo cual también es imprescind­ible mostrar cohesión y evitar espectácul­os –no pocas veces bochornoso­s– que solo apuntan al protagonis­mo interesado.

Lo que se requiere es que haya verdaderas bancadas, que sienten posiciones coherentes, propias de organizaci­ones políticas que saben cuánto desean para el pueblo paraguayo, con pasión, inteligenc­ia y seriedad, y no pequeños grupos codiciosos que solo agravan la situación del país y de su gente.

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