Corazón de fuego y de justicia
Celebramos la solemnidad de Pentecostés, cuando ellos “vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos, y se quedaron llenos del Espíritu Santo.”
Jesús, una vez más, cumple sus promesas, ahora, enviando al Espíritu Paráclito, que nos enseña a testimoniar la verdad plena y a evitar la doble vida.
La comparación que vemos es de “unas lenguas como de fuego“, que deben llevarnos a tener un corazón de fuego, lleno de sentido de la imparcialidad.
“Corazón de fuego” no significa manifestar un comportamiento irritable, que explota por cualquier tontería y lastima a los demás. Asimismo, no es ser un calentón descontrolado, o una dama que se enamora locamente, a cada tres meses, por un chongo diferente.
El “corazón de fuego” que el Espíritu Santo nos regala es el entusiasmo en la existencia, es ser una persona que no se deja abatir por los golpes comunes y corrientes, pero lucha por su ideal y encuentra su fortaleza en el diálogo amoroso con este mismo Espíritu Defensor.
El mundo tiene gran necesidad de gente con un “corazón de fuego“, que no sea apática y mandi’o’ýre, que no se desmotive delante de las contrariedades cotidianas.
En la familia, como da gusto compartir con personas vibrantes, que saben contagiar con el buen humor, con diálogos optimistas y se sienten satisfechas por vivir con quienes vive.
La Escritura indica, con mucha propiedad, que “hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu y hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios que realiza todo en todos.”
Para todos los ámbitos, ahí se diseña el grandioso desafío de trabajar por la unidad, en la diversidad de respetar las cualidades de los otros como donadas por el Señor: hay que aprender a disfrutar de los dones ajenos y facilitar su crecimiento y manifestación.
Es más, no ser acomplejado por juzgar que no se tiene cualidades suficientes, y con esto, querer justificar una actitud indiferente, y un “corazón helado.”
Tener un “corazón de fuego” es ser un incansable constructor de la justicia, y jamás usar las circunstancias de la vida para robar. Es la humildad de pedir perdón por las propias faltas, pero es también perdonar las humillaciones recibidas, especialmente en la infancia.
Asimismo, es vida solidaria entre los que siguen a Jesucristo y se abren felices a los siete dones del Espíritu, que son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos dones, compartidos, se multiplican por mil.
Paz y bien.