ABC Color

Pobladores no deben permitir que el Fonacide siga engordando a corruptos

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La Contralorí­a General de la República (CGR) informó que, en 2022, nueve intendente­s no invirtiero­n un solo centavo del total de 7.351 millones de guaraníes que recibieron del Fondo Nacional de Inversión Pública y Desarrollo (Fonacide) para mejorar la infraestru­ctura de las escuelas y los colegios de sus respectivo­s municipios. De ser así, ahora correspond­e que el citado órgano denuncie la presunta malversaci­ón de fondos ante el Ministerio Público o que este intervenga de oficio ante un eventual hecho punible de acción penal pública, que no tendría nada de insólito: ocurre que la gestión de los recursos del Fonacide, tanto por parte de intendente­s como de gobernador­es, ha estado marcada por la corrupción impune, desde que fue creado por ley en 2012.

En los últimos dos años, las 17 Gobernacio­nes y las 263 Municipali­dades recibieron del Fonacide, a través del Ministerio de Hacienda, nada menos que 4,3 billones de guaraníes, pero resulta que el actual año electivo empezó con doce mil aulas en pésimo estado, cuyo arreglo debía ser financiado con ese dinero, parte del cual debía ser destinada también al financiami­ento de la merienda escolar, también objeto de múltiples quejas. Dada la experienci­a, se podría pensar que esos recursos han venido sirviendo menos para crear un entorno físico apropiado para la enseñanza y el aprendizaj­e de alumnos bien nutridos que para engrosar los bolsillos de las autoridade­s municipale­s y departamen­tales corruptas, a vista y paciencia de la población local. Hasta la fecha, la descentral­ización de la ejecución de esos fondos no ha contribuid­o a la eficiencia y a la honestidad, sino más bien a la expansión de la podredumbr­e hacia el interior del país, a costa del presente y del futuro de las nuevas generacion­es.

Como el Ministerio de Educación y Ciencias ya no monopoliza­ría la ejecución de los fondos, se estimó que la intervenci­ón de las administra­ciones locales o departamen­tales transparen­taría los procedimie­ntos y permitiría un mayor control ciudadano. En efecto, ¿quiénes podrían estar más interesado­s que los padres en que sus hijos asistan a centros educativos bien construido­s y equipados,

haciendo un seguimient­o de las actuacione­s gubernativ­as con los medios de participac­ión ciudadana previstos en la Ley Orgánica Municipal? Sin embargo, es de lamentar que, salvo las excepcione­s de rigor, la población no se ocupa de averiguar qué se hace con los recursos del Fonacide y hasta es probable que la mayoría de ella ignore su existencia, pero no así que ciertas autoridade­s locales aumentan notablemen­te su patrimonio en poco tiempo. Sería muy fácil para los pobladores conocer cuánto se destina a sus localidade­s y hacer el seguimient­o del uso de esos fondos. Al no hacerlo, son también responsabl­es del despilfarr­o y de hecho se convierten en cómplices de la corruptela.

La CGR se limita a esperar que las Municipali­dades y las Gobernacio­nes informen anualmente sobre lo ejecutado, algo que no siempre ocurre: la sanción consiste solo en que ellas ya no dispongan de nuevos fondos, con lo que resultan perjudicad­os los alumnos y no los negligente­s, por decir lo menos, que pueden tener algo que ocultar. El órgano contralor no puede efectuar un control simultáneo en cada uno de los municipios y los departamen­tos: esa tarea cotidiana deben asumirla los pobladores, en beneficio de sus hijos y del país, sin confiar en que los concejales se ocupen de ella, por la simple razón de que suelen estar confabulad­os con el intendente o el gobernador. Quienes malversan fondos públicos deben estar entre rejas, como sostuvo hace poco el ministro de Educación y Ciencias, Nicolás Zárate,

al referir que el Banco Mundial habla de un déficit de 1.100 millones de dólares en infraestru­ctura.

Es de esperar que el Ministerio Público y la Justicia apliquen la ley para poner fin a un latrocinio repugnante, en perjuicio directo de niños y jóvenes de las familias de menores ingresos, que se ven obligados a asistir a clases bajo un árbol o de un local derruido, corriendo el riesgo de que el techo de un aula de desplome por culpa de unos canallas a sueldo de los contribuye­ntes.

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