“El Canta Rana es un lugar vivido, en el que las paredes cuentan historias de viajes, goles, de aventuras”.
telas recicladas que fungen de mantel: no, no tapen la vida de la mesa, que reciba, honesta, las generosas raciones. Porque en el Canta Rana si hay algo que destacar es la abundancia, sobre todo en los arroces. Llega uno con conchas de abanico, montañoso, con queso parmesano rallado. Me voy directo a la cima y provoco un derrumbe con el tenedor, el grano es tierno y tiene buen punto, aunque las delicadas conchas se han desmondongado con el traqueteo. El sabor es agradable, pero sí es necesario cuidar el marisco para que no se sienta tan apagado a pesar de estar fresco. Si bien cambiar los hábitos es trabajoso, podría considerarse un replanteamiento de la estética (también se repite en el chaufa de mariscos, por ejemplo), mostrar más el producto marino. Destaparlo sin vergüenza.
No sería arriesgado asegurar que al peruano le encanta salsear con desmesura. Mientrasmássecubrauntiradito, mejor. Y, en este caso, el pulpo al olivo. Por separado, cada preparación sobresale: el pulpo se plantea firme y suave, de lámina fina; y la salsa sedosa y equilibrada, de buen temple. Pero cuando se juntan y se acomodan sobre una cama de verdeo picado, el pulpo pierde presencia por la cantidad de crema que lo cubre. Otra vez se tapa el insumo principal. Se podrían balancear un poco las proporciones y sumar unas tostadas o galletas de soda.
Con el cebiche apaltado, en cambio, todo ocupa buen lugar y las porciones son justas. Sé que la palta genera debate, pero hay que considerar que el cebiche es una receta viajada y del mundo, y que la introducción de la palta y alcaparras (a pesar de ya tener sus años, por cierto) propone una variante divertida que invita a reflexionar sobre su versatilidad. El pescado a la temperatura correcta, la acidez puntual, el camote sin estridencias anaranjadas, el chicharrón de calamar de apropiada fritura, la palta cremosa, la alcaparra impertinente, todos son elementos que esta vez coinciden en armonía.
La carta de solo un folio del Canta Rana alberga, apretujados, más de 100 platos. Un reto para un restaurante pequeño, un despropósito en tiempos modernos, en los que se apuesta por la economía del menú y estacionalidad; pero también un engreimiento para el asiduo limeño que gusta de variedad de opciones. Entonces, me pregunto, ¿a quién le toca cambiar? Por lo pronto, más allá de los ajustes que puedan necesitarse, queda en la lista de clásicos fijos. De esos que se convierten en la familia del barrio, a los que se vuelve un martes o un domingo para llevar a un ser querido, para celebrar un reencuentro o comenzar una amistad.