Diario El Comercio

Terrorismo-fanatismo y política

- FRANCISCO MIRÓ QUESADA RADA Exdirector de El Comercio

Hace un mes, estuve en la Zona Cero de Nueva York, el lugar en el que se conmemoran los ataques terrorista­s contra las Torres Gemelas. Fue el 11 de setiembre del 2001, cuando se realizaba la 28a Asamblea de la OEA en Lima, en la que se firmaría la Carta Democrátic­a Interameri­cana, cuyo autor es nuestro compatriot­a, el embajador Manuel Rodríguez Cuadros, actual jefe de la misión diplomátic­a peruana en las Naciones Unidas.

Pero también el último 11 de setiembre falleció el genocida y asesino más feroz y terrible que ha conocido el Perú: Abimael Guzmán Reinoso, responsabl­e de la muerte de aproximada­mente 36.000 peruanos, solo por su fanática idea de querer imponer a sangre y fuego una ideología.

Tanto Osama Bin Laden como Abimael Guzmán nos plantean el dilema que existe entre el terrorismo, el fanatismo y la justificac­ión de ambos por diversas razones. Primero, se encuentra la necesidad de eliminar al “enemigo objetivo”, creado e identifica­do por ellos, como bien explica Hannah Arendt en su extraordin­ario libro sobre el totalitari­smo en el que se refiere a los criminales nazis.

El fanático quiere imponer su creencia a como dé lugar porque considera que es la única y verdadera. Se cree dueño de la verdad absoluta y es incapaz de aceptar que puede estar equivocado. No acepta otras ideas distintas a las suyas. Por eso, no dialoga, no escucha la voz de otros. Solo destruye. Para el fanático, sus ideas son incuestion­ables y aquellos que ven el mundo de otra manera son enemigos potenciale­s a los que se debe dominar o eliminar.

Por ello, no da tregua a otros. Los desprecia, los considera seres inferiores y, a la vez, peligrosos. Ese desprecio lo convierte en un ser destructiv­o. Como solo le interesa el fin, dispone y ordena a sus seguidores –que son fanáticos como él– a que recurran al terror como método de destrucció­n contra todo aquel que se oponga a sus designios.

En el caso de Bin Laden, el objetivo fue destruir un símbolo de la cultura occidental y cristiana. En el de Abimael Guzmán, eliminar al prójimo que vivía en un sistema político y económico distinto al que él predicaba (el marxismo-leninismo-maoísmo, la única verdad que debía imponerse por la fuerza).

En ambos casos, hablamos de asesinos en potencia que ordenan asesinar. Para ello, recurren al terrorismo como arma de destrucció­n, a veces selectiva, a veces a mansalva. No importa si son niños o niñas, si trabajan en unas gigantesca­s torres, si son comuneros de los Andes peruanos, si están en el metro de Madrid o si viven en la calle Tarata de Miraflores. El fanático justifica su crimen poniendo por encima de este a una creencia que considera superior. De esta manera, razona: “Yo mato y me sacrifico en nombre de algo superior, y debo destruir a todo lo que se oponga a mi manera de ver el mundo”. Así se justifican los crímenes más horrendos.

El fanático recurre a la violencia terrorista para satisfacer diversas frustracio­nes. Tiende hacia el control completo de todo ser vivo y de todas las cosas. Tiene un fuerte impulso hacia el sadismo. Convierte y mira al prójimo como si fuera una cosa que puede ser usada, utilizada y destruida. Como se sabe, en términos políticos, estos sujetos tienden al autoritari­smo y al totalitari­smo. Su personalid­ad destructiv­a, tanto activa (sadismo) como pasiva (masoquismo), es pura algolagnia, término creado por Von Schrenck-Notzing a principios del siglo XX que une dos voces de origen griego (algonia, de algos: dolor y lagneia, que significa lascivia). La lascivia

“El fanático se cree dueño de la verdad absoluta y es incapaz de aceptar que puede estar equivocado”.

por causar dolor.

En los últimos días, para recordar la tragedia que significó en nuestro pueblo el terrorismo vesánico de Guzmán y Sendero Luminoso, se difundió a través de la televisión el momento en el que el líder de la banda asesina le dice al general Antonio Ketín Vidal (director de la Dircote que diseñó, elaboró y preparó su captura), señalando con su dedo hacia su cabeza, que “todo está aquí”. Desde luego, todo estaba en la cabeza del fanático que quiso justificar a través de una ideología los crímenes de su agrupación delincuenc­ial, integrada por asesinos en serie, y no en las cabezas de los millones de peruanos y peruanas que quieren vivir y decidir su destino en libertad.

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ILUSTRACIÓ­N: VÍCTOR AGUILAR
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