El riesgo de las ‘fake news’ en tiempos de guerra y paz
Reflexiones a siete meses de iniciada la guerra entre Rusia y Ucrania.
Pocas horas después de iniciado el ataque de las Fuerzas Armadas rusas en territorio de Ucrania, el 24 de febrero, una noticia sorprendente acompañada de videos difundidos por la Fuerza Aérea de Ucrania se hizo viral: un piloto ucraniano derribó seis aviones rusos en menos de un día. El número de aviones eliminados atribuidos a este diestro aviador, a quien se empezó a denominar el ‘Fantasma de Kiev’, llegó a 10 en cuestión de 48 horas más.
Políticos y líderes de opinión como el congresista estadounidense Adam Kizzinger celebraron la pericia de este hábil y misterioso piloto, mientras que un oligarca expresidente de Ucrania, Petro Poroshenko, compartía fotografías para probar frente a la comunidad internacional que el ‘Fantasma de Kiev’ seguía liquidando naves enemigas.
Para decepción de muchos, un par de meses después, hacia fines de abril, la Fuerza Aérea ucraniana admitió que esta fascinante e inspiradora historia era una noticia falsa difundida por ellos mismos con el objeto de levantar la moral de combatientes y ciudadanos. Es decir, el ‘Fantasma de Kiev’ fue desde el inicio una pieza de propaganda y desinformación montada sobre evidencia completamente fabricada.
Esta historia no detenía el avance de las tropas rusas ni interceptaba sus misiles hipersónicos, pero aparentemente daba orgullo y seguri
Lejos de avisorarse el final del conflicto, recientemente el presidente ruso
Vladimir Putin anunció la movilización de 300.000 reservistas.
“El Bloomsday es un evento anual que se celebra el 16 de junio, desde 1954, en honor de Leopold Bloom, personaje principal del
Llegué a Dublín a causa de una promesa de amor ajena. Acompañar a mi hermana a visitar a su novio irlandés fue la excusa que me llevó a conocer la ciudad con la que había soñado desde el día que, en una clase de literatura en San Marcos, leí el monólogo de Molly Bloom en el capítulo final de “Ulises”, el mítico libro del genial James Joyce (1882-1941). Transitar sus páginas, al igual que las de “Dublineses” –colección de relatos cortos– fue el germen de un anhelo que no hizo otra cosa que crecer con el paso del tiempo.
El arribo a Dublín fue impactante. El aeropuerto olía a whisky y bourbon, y la gente hablaba a gritos y hacía señas aparatosas como si las palabras no les bastaran para comunicarse. En el camino al centro de la ciudad, el taxista contó que era la única ciudad europea que tenía dos catedrales góticas y un bar en cada esquina. Fue ahí donde, por primera vez, vi a dos jóvenes punks. Eran bastante agresivos y estaban haciendo un lío en la calle, después de salir de un bar. Su desaliñada vestimenta, el cuero desgastado de la casaca, las púas de metal, las botas militares y la cresta constituían todo un grito de guerra. Era gente molesta y dispuesta a todo.
—James, el de Dublín—
La ciudad tenía ese aire de provinciana que muestran, como una vergüenza, las ciudades industriales, y el famoso río Liffey, atravesado por muchos puentecitos, era como una cicatriz sucia que corría sin pena ni gloria arrastrando aguas algo verdosas. Los edificios y las casas estaban recubiertas con ladrillos de diferentes colores. La gente estaba metida en los bares o en las iglesias, y la sensación general que tuve es que nadie parecía pasarla bien.
¿Y Joyce? Visité la bahía de Sandycove. Al llegar, y en perspectiva, se podían ver todavía muchas torres vigilando el mar para impedir que los franceses, con Napoleón a la cabeza, invadieran las posesiones del Imperio Británico. Allí estaba, entre muchas, la Martello Tower, en donde sucede el primer capítulo del “Ulises”. Convertida en casa museo, se cuenta que, en esa torre, Joyce paso seis noches, a los 22 años, tratando de integrarse sin conseguirlo, a una cofradía de artistas liderada por Oliver Saint John Gogarty, de quien se había burlado en un poema.
Bastante rechoncha y de poco más de 10 metros, la torre convertida en museo exhibía algunas fotos y objetos de Joyce. Allí se podía ver, contra la pared enlucida con yeso, una alargada repisa que sostenía teteras, platos y algunos utensilios. Debajo de ella, una cama de fierro desvencijada. A la entrada, encapsulada en una vitrina, estaban su guitarrita –más parecida a un banjo–, su corbata y algunos de sus manuscritos. Allí compré mi edición del “Finnegans Wake”, otra novela de Joyce, en la famosísima editorial independiente Faber and Faber.
—El homenaje—
El Bloomsday es un evento anual que se celebra el 16 de junio, desde 1954, en honor de Leopold Bloom, personaje principal del “Ulises”. Pasé algunos días dando vueltas por la ciudad antes de que llegara el Bloomsday. Ese 16 de junio de 1982, las emisoras de radio emitieron la lectura del “Ulises”, haciéndola coincidir con las 24 horas que dura la novela. Ese día, también, por las calles, vi a muchos dublineses disfrazados de Joyce y los restaurantes servían lo mismo que Leopold Bloom comía en la novela: mollejas, hígado frito y hueveras. También vi racimos de gente que, guía en mano, repetía el trayecto del protagonista por la ciudad.
Ese viaje tuvo un significado especial. Fueron 15 días para resignifcar el mundo. En junio de 1982 cumplí 20 años en esa ciudad que, para mí, hasta entonces, había sido una invención literaria.
“Ulises” fue publicada en París el 2 de febrero de 1822, el día que su autor, James Joyce, cumplía 40 años.
La editora Sylvia Beach, dueña de la mítica librería Shakespeare & Company, fue la responsable de la publicación de la novela.
La novela fue censurada en diversos países y, antes de ser considerada la obra maestra del siglo XX, fue calificada por muchos escritores como una tontería.