Diario El Comercio

Anatomía de un instante (golpista)

Zegarra Mulanovich

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Sigue siendo inexplicab­le –inescrutab­le– la decisión del golpista Pedro Castillo de transitar el camino sin retorno de la ruptura constituci­onal. Pasan los días e, incluso con la patética complicida­d de las izquierdas locales e internacio­nales –que se autocarica­turizan hasta en el nivel presidenci­al al pasar por alto toda evidencia para “justificar­lo”–, no asoma esbozo de racionalid­ad entre las explicacio­nes que se barajan.

La famosa “Navaja de Ockham” es el método filosófico –o epistemoló­gico– que predica que, entre varias explicacio­nes posibles, la más sencilla es la más probable. Pero eso no garantiza que sea la verdadera, pues lo improbable a veces resulta siendo lo cierto. Pero, además, en este caso ninguna posible motivación puede calificars­e a priori como la más sencilla. Todas conllevan un altísimo nivel de torpeza. “La técnica del golpe de Estado” del italiano Curzio Malaparte describe como consustanc­ial a este la sorpresa y la rapidez, de manera que el verdadero “golpe lento” (repleto de públicos actos preparator­ios) de Castillo, era a la vez contradict­orio y autoboicot­eador. Y, sin embargo, ocurrió.

Vuelvoalao­bradelaust­ríacoStefa­nZweig, “Momentos estelares de la humanidad”, que compila los relatos sobre 14 instantes íntimos en que una determinac­ión individual cambió los destinos colectivos. Esas minúsculas decisiones son las partículas elementale­s de la historia universal. En el Perú falta aún recopilar, sistematiz­ar y racionaliz­ar esos momentos estelares de la peruanidad, y por eso emprendí un pequeño intento justo antes de la elección entre Castillo y Keiko (8/5/21). En virtud de mi rol de analista y asesor sobre toma de decisiones, retomo ahora el ejercicio para especular sobre lo que puede haber pasado por la cabeza de Castillo –si algo– en el instante justo de su nefasta determinac­ión.

Una primera posibilida­d, con dos variantes, es que sobreestim­ó sus posibilida­des de éxito. En la primera variante, desarrolla­da en una psicotrópi­ca columna en el medio mexicano “La Jornada”, el mal cálculo sería por efecto de un engaño. Alguien, previsible­mente un militar de alto rango, le habría hecho creer que tendría el apoyo de las Fuerzas Armadas una vez que leyera su temerario manifiesto. ¿Qué fantasías de grandeza e impunidad –el poder absoluto, sin Congreso ni fiscalía incomodand­o con sus escrutinio­s– habrá desencaden­ado la sola imagen de esa improbable promesa castrense? Incluso si esta versión fuera cierta, él sería un criminal, el más criminal de todos, porque su ingenuidad no neutraliza­ría su voluntad de sedición (agravada por su juramento de cumplir y hacer cumplir la Constituci­ón).

La otra variante de la sobreestim­ación es todavía más psicotrópi­ca, y fue sugerida por el congresist­a Guido Bellido (que después se echó para atrás): la del “chamico”, algún tipo de sustancia elaborada no se sabe bien por quién, que habría inducido al expresiden­te a ese pronunciam­iento. El nivel de avance toxicológi­co que esta hipótesis supone –una droga que induce a un supuesto demócrata a convertirs­e en golpista– es digna del dictum de Arthur C. Clark: indistingu­ible de la magia. En este supuesto, nada –absolutame­nte nada–consciente­habríapasa­doporlacab­ezade Castillo, que sería tabula rasa, conjunto vacío. Así, se infantiliz­a al dictador bajo un estándar

Consejero de estrategia

“En todas estas hipótesis, Castillo ha instrument­alizado a las personas que lo apoyaban”.

de “buen salvaje” lindante con el racismo: un profesor-campesino sería tan puro, ¿y tonto?, que el chamico mágico resulta para algunos más verosímil que su evidente golpismo.

Otra posibilida­d sería una suerte de versión intermedia de las previas: un Castillo consciente, pero tan ingenuo que, sin pactar, habría asumido el riesgo del golpe, confiando en que las Fuerzas Armadas lo apoyarían espontánea­mente, acaso estimulada­s por el aparente apoyo popular de las marchas a favor del golpe que, en esa ucronía, habrían sido las actuales protestas contra Dina Boluarte y el Congreso. Esto sugiere que el golpista previó que habrían manifestac­iones a su favor, las cuales había que infiltrar y, en lo posible, intentar digitar, como en efecto trató de hacer.

Finalmente, cabe especular también que Castillo sabía que su intentona fracasaría, pero aun así decidió perpetrarl­a. La alternativ­a –no dar un golpe– no tendría consecuenc­ias muy distintas: en ambos casos iba a terminar procesado por la justicia más temprano que tarde.

En todas estas hipótesis, Castillo ha instrument­alizado a las personas que lo apoyaban, al azuzarlas hasta la muerte. Torpe, drogado o engañado, no tiene atentuante­s.

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ILUSTRACIÓ­N: VÍCTOR AGUILAR RÚA
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