El hijo pródigo
No creo que haya sido un acto de piedad lo que llevó a Jorge Fossati a abrirle la Videna a Christian Cueva. Esta reedición –ojalá corregida y no mal formada– de la parábola del hijo pródigo tiene un componente pragmático: el charrúa sabe que el universo seleccionable es muy corto y la emergencia es de tal dimensión, que todo suma. Así sea el futbolista que más oportunidades ha tenido –y desperdiciado– en la historia reciente del balompié lorcho.
Una de las expresiones más elocuentes de la pobreza de nuestras categorías formativas es su incapacidad para hallar y tallar un jugador siquiera parecido al talentoso volante trujillano. Existen futbolistas habilidosos y profesionalmente más serios como Piero Quispe o Jairo Concha, pero ninguno posee la capacidad, el panorama y la extraordinaria conchudez de Cueva en un campo de juego.
Todo eso, por supuesto, Cueva lo conoce y lo utiliza para jugar sus cartas. Como lo hicieron algunos de los mal llamados ‘fantásticos’, sabe muy bien que, haga lo que haga, en San Luis siempre lo recibirán con una sonrisa.
Meses atrás escribí sobre el hartazgo que me generaban las constantes indisciplinas de Christian. Me rebelaba este jugueteo eterno con las expectativas del hincha, que a pesar de haber sido muy duro con él, lo volvía a acoger con cariño. Como al niño al que se le perdonan las travesuras por su capacidad de subyugar con una sonrisa.
El gran problema de Cueva es que nunca le dijeron no. Con él, los límites siempre fueron difusos, ambiguos, endebles. Un gol o una pisada de pelota bastaban para quebrar a quienes debieron disciplinarlo desde muy chico. Hoy, a los 32 años, sin haberse operado de su lesión (ha trascendido que estaría realizando un tratamiento experimental) ni contar con un club estable en el corto plazo, tiene una nueva oportunidad.
Confío en que más allá de las sonrisas y las palmaditas al hombro exigidas por el protocolo, Fossati le haya puesto límites. De lo contrario, lo que ocurra de aquí en adelante será de su entera responsabilidad.
“El gran problema de Cueva es que nunca le dijeron no. Con él, los límites siempre fueron difusos”.