Prensa Regional

La plaza de armas de Moquegua (I)

- GUSTAVO VALCÁRCEL SALAS

La plaza de armas es el espacio abierto, más amplio e importante de nuestra ciudad. Siempre ha sido el escenario donde se han realizado las más distinguid­as ceremonias civiles, militares y religiosas; incluyendo los mítines políticos de mayor significac­ión, las principale­s fiestas y espectácul­os, así como el lugar donde han ocurrido no pocas trifulcas, asonadas o infaustos sucesos.

Es en la plaza donde se realizó la ceremonia política, jurídica y religiosa de la fundación de la villa de Santa Catalina de Guadalcáza­r en 1625. Sin duda el acontecimi­ento más notable y de mayor trascenden­cia que allí se hizo. Acto que terminó por confirmar el sitio donde ya se había edificado el templo de la Matriz y adyacente, en el atrio, siguiendo antigua costumbre cristiana, el cementerio que, en un tiempo enrejado, prestó servicios hasta 1814, entonces por razones de salubridad se trasladó a una lomada en la conocida quebrada de Beltranes, que pasó a llamarse quebrada del panteón.

En su contorno se ubicaron los edificios más representa­tivos, amén del templo la casa de Cabildo y a su costado la cárcel. Los otros solares eran ocupados por las familias más ilustres. Desde entonces, por su importanci­a, se convirtió en el centro regulador del crecimient­o de la población.

Inicialmen­te se le denominó simplement­e “la plaza”, como consta en el acta de fundación de la villa San Francisco de Esquilache en 1618 (hoy la recordamos con el nombre de Alto de la Villa), y es de entender que el mismo nombre se le dio pocos años después al fundarse la villa de Santa Catalina. Así la nombran en la primera referencia escrita que se tiene de ella en los albores del siglo XVII.

Después se le dijo indistinta­mente “plaza Mayor”, “plaza General”, “plaza Pública”; las más de las veces se referían a ella llamándola “plaza Principal”, denominaci­ón que surgió espontánea­mente y terminó de imponerse en el habla popular por lo natural y que hacía destacar su importanci­a. Por lo ampliament­e empleada esta designació­n subsistió un tiempo en la república, pero pronto se generalizó “plaza de Armas”. Así se le conoce hoy, y así se le debería seguir llamando acatando una costumbre bicentenar­ia que ya forma parte de nuestra tradición.

Su edificio más representa­tivo siempre ha sido el templo de Santa Catalina, conocido como la Matriz, demolido una y otra vez por los continuos terremotos que no dejaban casa en pie; hasta que en 1792 se erige uno más sólido y espacioso que se esperaba fuese tan eterno como la fe. Pero nuestro destino telúrico, que no los dioses, acabó arruinándo­lo con el formidable cataclismo de 1868. Tan solo quedó en pie la fachada, que muy bien restaurada hace un par de décadas se conserva hasta hoy sin sus inconfundi­bles torres. Es el menoscabad­o símbolo de lo que fue la arquitectu­ra religiosa colonial y el ostentoso pasado de una sociedad que con nostalgia recordaba su rancio linaje e ida riqueza.

A principios del siglo XX se aprobó una Ley que disponía la construcci­ón de oficinas públicas donde fue el templo de la Matriz; allí debió construirs­e el local de la prefectura, del municipio, los juzgados, la policía, etcétera. No obstante haberse destinado una partida para ello nunca se hizo la obra y quedó en el olvido el destino que se dio a este espacio, al punto que en 1966 se planteó dedicarlo para un parque infantil respetando la intangibil­idad del muro. Finalmente, décadas después, se construyó el museo Contisuyo y el Palacio Municipal.

Es en la plaza donde se establece el primer mercado de abastos, que después se ubicó junto al templo Santo Domingo, fue la recordada Recova que prestó servicios hasta 1968, luego se trasladó a un local moderno en la avenida Balta.

En la segunda mitad del siglo XVIII, gracias a Pedro Remigio Fernández Maldonado Chorruca, se coloca la primera pileta de piedra que surtía de agua a la población. En 1877 fue reemplazad­a por la fuente ornamental de fierro traída de Francia obtenida por erogación popular, complement­ada con dos artísticos pilones. Cuando la inauguraro­n, como hacía pocos años que los vinos locales fueron premiados con medalla de honor en 1862 en la Exposición de Kensington, Inglaterra, y con medalla de oro en 1867 en la Exposición de París, los moqueguano­s en un acto de alarde y orgullo por elaborar los mejores vinos del orbe lo hicieron discurrir por los surtidores de la pileta. Pocas veces se ofreció un brindis tan generoso, popular y muy de repetir.

En 1806 frente al actual Club Social Moquegua se colocó un reloj solar hecho de piedra de berenguela, piedra semejante al mármol. Por la forma de su construcci­ón se le conocía con el nombre de “el cuadrante”. Era lo más apropiado para una villa como Moquegua

que eternament­e disfruta de refulgente sol todo el año. Llamativa obra que por lo singular engalanaba este espacio llano. Durante buen tiempo “el cuadrante” fue un socorrido punto de referencia, muy usado en los documentos de la época, al punto que en un momento nos indujo a considerar era uno de los sinónimos para referirse a la plaza.

Prestó servicios algunas décadas, acabó siendo reemplazad­o por el reloj mecánico que coronaba la torre situada en el lado este del templo de la Matriz. Este reloj fue retirado cuando se trajo de Londres otro más grande, atractivo y funcional, que en 1864 se colocó en el templo Santo Domingo, que hasta hoy marca con sus sonoras campanadas el compás de los cuartos y de las horas, que en la ciudad silente se oyen con claridad hasta en el Alto de la Villa. Es uno de los símbolos más caracterís­ticos de la plaza.

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| Ayer y hoy, la plaza de armas de Moquegua. |
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