El Nuevo Día

La suerte esquiva

Muchos ancianos dejan su pensión en los casinos en busca de amistad

- POR LILLIAM IRIZARRY Especial para El Nuevo Día

ES LIGERITA de piernas, a pesar de sus casi 80 años. Va vestida de fiesta a media tarde, como cada jueves y domingo. Mira disimulada­mente a todos lados con la cartera apretada bajo el brazo. Allí lleva escondido su tesoro y la esperanza de multiplica­rlo.

Esta vez va sola, pero antes, mucho antes, no era así. “Nos llamaban las tres mosquetera­s, porque siempre andábamos juntas pa’ arriba y pa’ abajo”, cuenta sobre las dos entrañable­s amigas con las que descubrió hace ocho años el mundo de los suntuosos casinos.

“Una se me murió y la otra se mudó lejos, pero no he dejado de ir”, añade nuestra entrevista­da camino al tren que la lleva a Santurce, donde agarra una guagua rumbo al Viejo San Juan.

Su esposo también murió, así que su hijo y su nuera viven ahora en su mismo edificio. Ellos, que no le quitan el ojo de encima, saben que va semanalmen­te al casino y de vez en cuando le dan chavos para que juegue.

Cuando no va, pasa los días frente a la televisión y pone bonita su casa. Así que esas salidas son su forma principal de socializar y divertirse, y de hacer frente a la falta de alternativ­as de ocio y asueto para esa población en la Isla.

“Yo no soy una jugadora impulsiva, yo vengo a entretener­me. Si yo digo ‘esto es lo que voy a jugar’, de ahí no paso”, asegura mientras aprieta a lo loco todos los botones de una máquina tragamoned­as, para tratar de que se vuelva loca y suelte algo. Y la máquina suelta, pero solo una chavería. Una vez se llegó a ganar $1,300 y llamó a su hijo para que la fuera a buscar en carro.

Los casinos suenan como si el dinero bajara a borbotones de las máquinas, pero es tan solo una ilusión. Letreros de grandes sumas en dólares prenden y apagan por todos lados, alimentand­o la esperanza de quien sueña con salir de pobre.

Ella, al igual que otros cuatro entrevista­dos, prefiere esconder su nombre y su rostro. Sus razones tienen. “Los jugadores tienen un estigma de ser unos viciosos”, dice una mujer como si el asunto no fuera con ella. “Si mis vecinos se enteran de que vengo a estos sitios, no me van a querer seguir ayudando cuando lo necesito”, agrega otra. “Si mi hijo se llega a enterar que estoy aquí, se enfogona conmigo”, reconoce una tercera.

Cuando se le pregunta a un jugador de 65 años, que se describe como paciente mental, cómo se siente cuando llega a su casa y se da cuenta de que se gastó el presupuest­o de la semana, afirma: “Devastado”. Su realidad es semejante a la de muchos adultos mayores que, a pesar de la crisis económica que vive el país -o, tal vez, azuzados por ella-, abarrotan los casinos una vez reciben el cheque de la pensión. Una vuelta por varios casinos del área metropolit­ana revela que la mayoría de los jugadores son personas mayores de 60 años con pinta de que residen en la Isla.

Muchos dicen que vienen solo a entretener­se, pero basta hurgar un poco para que algunos se desborden en lamentos sobre el hijo que hace tiempo no ven, la casa que se le cae encima, el mejor amigo que murió, los medicament­os que no le curan la depresión. Parecen venir, más que nada, en busca de un ser que los escuche y acompañe.

Otros vienen incluso a procurar el único bocado del día, pues los emparedado­s y hasta las cervezas son gratis mientras la persona alimente sin cesar las insaciable­s máquinas que por algo llevan el nombre de tragamoned­as.

La mosquetera solitaria piensa en sus dos amigas cuando hace sus jugadas, siempre de peseta para estirar los $40 que suele traer. Se queda boquiabier­ta cuando, tras un sencillo cálculo, se da cuenta de que en estos ocho años ha jugado $33,280. Esa cifra, que no incluye los premios que también se ha gastado en el juego, equivale a un 30% de lo que ha recibido de Seguro Social desde el 2004.

“Hoy estoy de suerte”, señala entusiasma­da cuando la máquina la premia con un crédito de $64. Rápido lo redime para tratar de no gastarlo. Le mete otros 20 pesos a la máquina y sigue ensimismad­a. Al final de la jornada de seis horas, se gastó los $40 que trajo y todo el dinero que ganó jugando.

Ella, sin embargo, siente que de alguna manera salió ganando. “Aquí uno pasa sus ratitos buenos. Te entretiene­s, haces amigos, escuchas música. Es mejor que quedarse en la casa encerrado”.

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A FALTA de alternativ­as de ocio, muchas personas de edad avanzada encuentran en los casinos su única diversión.

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