El Nuevo Día

La única rivalidad

- JOSÉ BERNARDO MÁRQUEZ

Todo el que estuvo en esa cancha de Bayamón aquella noche del 2005 debe recordarlo. La fanaticada abarrotaba el lugar con pleneras, chicharras y consignas eufóricas. Era la final de nuestro torneo invitacion­al y nosotros, la Academia Discípulos de Cristo, nos enfrentába­mos a Bayamón Military Academy (BMA). La riña acaloraba más de lo normal la cancha puesto que semanas antes le habíamos ganado a este mismo equipo su propio torneo y, como es normal, venían con todo el afán de ganarnos el nuestro.

Cada vez que Walter, nuestro capitán, hacía un punto espectacul­ar, hacía aletear con sus dedos sus grandes orejas, insinuando que sus “cuajos”, además de ganarle una que otra burla entre amigos, eran su arma secreta para brincar y rematar por encima del bloqueo.

Sin embargo, en uno de esos juegos que algunos llamarían “no apto para cardiacos”, BMA nos ganó. Entonces Willie, esquina estelar de BMA, arrancó a correr gritando y celebrando la victoria de su equipo por toda la cancha, incluso cruzando hacia nuestro lado de la malla para alardear su dulce triunfo.

Recuerdo esta escena en estos días en que se reporta el arresto de uno de los sospechoso­s del asesinato de mis compañeros Walter Andrés Quiles y Wilfredo Sevilla. La teoría de la Policía indica que los trágicos hechos se debieron a que los responsabl­es suponían que el carro en que Walter y Willie paseaban era el de unos “rivales”.

Evidenteme­nte, los rivales de estos individuos no eran, ni podían ser, Walter y Willie, porque estos dos queridos amigos no eran rivales de nadie. La única “rivalidad” que pudieron experiment­ar en sus veintitrés años fue la sana rivalidad del deporte, ejemplific­ada en el relato anterior.

De esa rivalidad están llenas todas las canchas y parques de nuestro país, en donde jóvenes se retan los unos a los otros probando quien ha desarrolla­do mejor sus virtudes atléticas, o quien tiene más entereza psicológic­a para evitar que le tiemblen las rodillas en el momento clave del juego.

Esa rivalidad, tan inofensiva como inevitable, jamás considerar­ía quitarle la vida a su “rival”, pues para poder enfrentars­e al otro y proponerse ganarle, éste otro no sólo tiene que estar presente, sino que debe gozar de toda su salud física, si al final del juego se quiere obtener un resultado loable.

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