El Nuevo Día

El pesebre vacío

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Tenías un año de edad. Te negabas a comer. Llorabas. El lenguaje con el que podías expresar tu incomodida­d. Tu madre perdió la calma. Te agarró y te lanzó como un proyectil contra el corralito que había comprado cariñosame­nte para ti. Creíste que te repondrías rápidament­e. Ya antes, por un motivo similar, te habían fracturado una de tus piernitas. Y los incontable­s episodios que expandiero­n la parábola desesperad­a de tu boca, sin que tus vecinos la quisieran interpreta­r. Dejaste señales en las salas de emergencia de todos los hospitales de Ponce. La caricia áspera y la sordera universal te hacían cada vez más fuerte, pero eras demasiado criatura para saber que también las piedras se hacen añicos. El día de tu muerte, la estrella luminosa cayó derribada de su trono de gloria. El estrépito del silencio extremo habitó entre nosotros. El coro de los ángeles enmudeció contigo. Me basta tu nombre para reconstrui­r la infausta brevedad de tu vida: Yeika. Esta Navidad estás aquí. Eres la niña dormida de nuestro Nacimiento vacío.

Mientras duermes descubro que tu madre también fue una niña maltratada. A partir de los ocho años de edad tuvo que ser removida del espacio consanguín­eo. Pero en lugar de ser protegida, pasó a ser protagonis­ta de una macabra historia que abarca treinta y seis hogares sustitutos. En esos negocios familiares ahondaron, estiraron y disecciona­ron una tragedia que nunca estuvo ausente de su vida, ni siquiera durante la tregua biológica del vientre. No deberías saberlo, pero tu madre fue violada en uno de esos hogares evaluados favorablem­ente por el Estado. Tu madre está en la cárcel. Paga allí por tu vida impagable. Allí también está tu abuela, acusada de mandar a matar a un compañero consensual que había violado a su hija, es decir, nuevamente, a tu madre. Nada justifica lo que hizo tu madre. Nada justifica lo que le hicieron a ella.

Aún duermes, Yeika. La oscuridad brinda vivacidad a las luces. El parpadeo rítmico insufla aliento y misterio a tu cuerpo invisible. Pero el absurdo cierra, de inmediato, la rendija de la esperanza. Tu muerte no bastó. Otros nombres vinieron después. Vino Delvis… Ahora Carlos Humberto. Apenas cinco meses de nacido. Como tú, no paraba de llorar. La mujer, el puente que nos reconcilia con el mundo, en lugar de mecerlo, lo ahogó con la misma leche con la que iba a alimentarl­o. Lo vio asfixiarse en su propio vómito. Luchó solo. Ella se metió en la cama con su compañero. La despertó el silencio estridente. Se acercó y verificó el resultado. Volvió a meterse en la cama y continuó durmiendo.

Al día siguiente, su compañero y ella buscaron deshacerse del estorbo. Amarraron sus minúsculas manos. Envuelto en una bolsa de plástico, como a un triste pescado, lo guardaron en el congelador, justo al lado de los pasteles. Entonces, como orgullosos de su gesta, invitaron a los vecinos a una fiesta con parrillada. Abrían y cerraban la nevera. Por suerte, la barbarie no fileteó el cuerpo para la ocasión. Arrestaron a los infanticid­as.

Salí presuroso a buscar al niño. Me lo entregaron fácilmente. Removí el plástico. Corté la cuerda. Besé su frente. Lo traje conmigo. Lo estoy colocando junto a ti, Yeika.

Nunca ha estado más vacío y más colmado nuestro pesebre.

peregrinoy­forastero@gmail.com

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ÁNGEL DARÍO CARRERO ESCRITOR

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