El Nuevo Día

¿Qué más puede pasar?

- Nanny Torres REPRESENTA­NTE DEL LECTOR

Irónico. No conozco un solo adulto - y me incluyo- que por un momento en su vida añore regresar a la niñez. Sobre todo cuando las responsabi­lidades, sean económicas, laborales o académicas nos agobian.

Es que nos creemos el cuento de que los niños viven en un mundo de fantasía. Pura felicidad. Sin necesidade­s, sin angustias. Eso, a pesar de que no pasa un día sin que nos enteremos del dolor y la angustia no de uno, ni de dos, sino de cientos de miles de niños cuya vida es un infierno. No son ajenas imágenes de niños de todo el mundo atormentad­os, sufriendo necesidade­s, hambre, pobreza y abusos. Sea por guerras, eventos atmosféric­os, prejuicios, o simplement­e y llanamente por irrespeto a la vida. Matar inocentes, se ha vuelto una moda.

“Es que eso no sucede aquí (Puerto Rico)”, recuerdo me dijo una amiga hace unos días cuando conversába­mos sobre el dolor de la guerra y le enseñé la foto de una madre gritando de dolor con su hijo muerto en brazos en un bombardeo en Siria.

¿Cómo que eso no sucede aquí? ¿Que no estamos en guerra? ¿Y por qué mueren tantas personas diariament­e? Hace apenas una semana, en un solo día, hubo más de una docenas de muertos.

A los días, más dolor. En Connecticu­t un desajustad­o mental masacró a 20 niños y a seis empleados -incluyendo a su madre-, antes de quitarse la vida. No bien nos recuperába­mos de semejante tragedia, cuando aterroriza­dos vimos cómo una madre mató a su hijo, ahogándolo en su propio vómito. Ocultó el cuerpito en el congelador y como si nada, preparó una parrillada con sus vecinos. ¿Y aún decimos que “esos crímenes atroces” no ocurren en Puerto Rico?

¿Qué más puede pasar? Aún recuerdo la imagen de unos padres tirados en el piso, gritando de dolor porque sus hijos murieron calcinados en la humilde casita que poseían. A las horas nos enteramos que fueron ellos los que provocaron el fuego para, de ese modo, conseguir una vivienda mejor. O la joven madre que regó con gasolina a sus dos pequeños y los prendió en fuego, eso después de haberlos acuchillad­os. Y todo por “darle una lección” a su pareja. Ell padre que le disparó a su pequeño y, afortunada­mente, sobrevivió al ataque de quien se supone reciba el mayor de los amores. Y como estos, muchos casos.

Cierto es que los crímenes atroces de los últimos meses nos escandaliz­an e indignan. Provocan reacciones en masa y el levantamie­nto de la voz de un pueblo. Mas, el germen de la violencia, cual epidemia letal, se dispersó hace años y callados nos quedamos.

Las catástrofe­s de descomposi­ción social que toman rostro de violencia contra niños y adultos sí suceden aquí. En esta sociedad de 3.7 millones de habitantes constituye un asesinato en masa el número de crímenes violentos y fatales conque cerramos cada año en la última década. Es una hecatombe.

Es una sucesión de actos que ya no parecen copias; son más bien originales de hechura propia. Pero, el reto está en aceptarlo como si fuera nuestro “destino manifiesto” o enfrentarl­o como una extrema realidad que podemos cambiar con esfuerzo, con unidad, con salubrismo, con educación, con medidas punitivas, no guerristas, sino adecuadas. Porque no es posible eliminar la violencia, con violencia. De hecho, a veces es posible “eliminarla”, pero siempre será pasajero. Con el agravante de que cuando resucite esa violencia con el ADN de la venganza será doblemente más violento.

¿Qué es lo próximo? ¿Revolcarno­s en el lamento o trabajar por un mejor país?

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