El Nuevo Día

Secretos linfáticos

- POR SAMADHI YAISHA

El sistema linfático es uno de los secretos mejores guardados del cuerpo humano. Un laberinto de misterios húmedos, de memorias almacenada­s en linfocitos y escondidas en las entretelas musculares y nerviosas.

Es también un campo de batallas microbiana­s. La linfa lleva nutrientes a las células y recoge sus basuritas. Como no tiene sistema de bombeo propio, depende del corazón, de que hagamos ejercicio y de la terapia de masaje para transcurri­r y limpiar. Cuando los canales excretores están bloqueados, las toxinas no tienen hacia donde salir y se almacenan en algunos huecos del cuerpo, algo así co- mo esconder el polvo bajo la alfombra de la cocina y no sacar la basura. Ello crea múltiples enfermedad­es.

Asegurado el apoyo para arrestar una adicción al azúcar y comidas insanas, busqué recomendac­iones para hallar terapista, pues aún tenía síntomas de estar intoxicada con la comida chatarra que ingerí antes. Una vez la encontré, me explicó que trabajaba “activación linfática... un método que abre (los canales de) el cuerpo para que tenga la habilidad de sanarse a sí mismo”.

Otra promesa de sanación holística. La pospuse por un tiempo y enfrenté mis dudas. ¿Me atrevería a creer otra vez? ¿Dejaría que alguien abriera nuevamente canales en mi cuerpo? Y si ella encontraba cosas que no sabía sanar, ¿me echaría la culpa de ello? ¿Me dejaría sobre la camilla como un médico que abre una herida y no sabe coserla de nuevo?

Sólo había una forma de saberlo. Acordamos una cita y le envié mi historial. Conduje hasta su consultori­o llena de miedo, pero con la esperanza a flor de piel. “Estoy en otra ciudad, éste es otro momento. Ya no quiero pensar negativame­nte”. Pero la esperanza ganó terreno hasta que llegué a su consultori­o, donde todo era demasiado similar. Hay primeras veces que se repiten. “Salir de aquí”, susurraba mi mente, conspirand­o un escape. Sentí una inyección de adrenalina, y apliqué el poco conocimien­to de meditación Vipassana que tenía para adentrarme en su es- tudio y atravesar mis miedos. Sin embargo, cuando vi la misma camilla, se desplomaro­n mis hombros y reventaron mis lágrimas. Me senté, me encogí, fracasé. “¡Hasta cuándo voy a ser esclava de mis recuerdos!”, me recriminé.

UNA SOLUCIÓN

La terapista me ofreció una servilleta y me escuchó decir que pocas cosas me habían funcionado a largo plazo. “Me dijeron que era mi karma y que buscara ayuda en otra parte. Ya no busco días estupendos. Un día sin llorar, ha sido un buen día”. Ella agitó su cabeza con vehemencia y me confrontó: “¿Serías capaz de entender que puede que algo viva en tu cuerpo? ¡Esto no es culpa tuya!” Y señalando mi historial: “¡Mira todo lo que has hecho para sanar!”

Me explicó que el cuerpo necesita tratamient­os que lo ayuden desintoxic­ar. De lo contrario, proliferan gérmenes cuyos desechos químicos pueden lle- gar al sistema nervioso y al cerebro, causando problemas. Esta terapista era una amazona herbolaria que se dedicaba a cazar parásitos: gusanos, amebas, protozoari­os, y otros alienígena­s que festejan gracias a las viscosidad­es humanas.

“Ya yo intenté desparecer el ‘yeast’ de mi cuerpo y por poco desaparezc­o yo”, le advertí. Ella rebatió: “El hongo de la levadura es sólo uno de muchos que puedes tener. Hay patógenos que se alojan en la cabeza y causan depresión”.

Me preguntó si algún talento particular quedó bloqueado con mis afecciones. Con ello despertó un recuerdo que apuñalaba las vísceras de mis sueños más íntimos. El día en que admití que perdía interés en mi entrenamie­nto holístico porque, a medida que iba sanando, florecía de nuevo el anhelo de escribir. Ese día me atreví a ser honesta, pero la reacción fue tan explosiva que seguí el adiestrami­ento sin quererlo. El te-

mor de no ser aceptada fue tan apabullant­e que, una vez más, me abandoné a mí para cumplir una meta ajena, para ser querida, para encajar; lo que me llevó de vuelta a tristeza y a la comida. La codependen­cia era el parásito alojado en mi espina emocional.

La terapista hablaba sin parar sobre los métodos que trabajaría­mos, pero yo no quise oír promesas. Mi quijada se desencajó y escuché, en la parte de atrás de mi cabeza, el rugido de una pantera que salía en mi defensa; el arquetipo felino que despertó en India. Interrumpí su soliloquio: “Te voy a decir una cosa”, apunté su frente con mi dedo índice. “Si en algún momento te das cuenta que no me puedes ayudar más, te sientas conmigo y me lo explicas tú directamen­te. ¡No esperes a que ya yo no pueda hacer nada al respecto!” Me miró directa: “Precisamen­te, mi problema es que le digo la verdad a la gente sobre lo que ocurre en sus cuerpos, y no vuelven. Tendría muchos más clientes”, me sonrió. “Y vamos a sacar adelante a tu escritora, ¡ya verás!”.

Respiré. Teníamos el primer paso gano: no comer chucherías. De lo contario, el tratamient­o sería una puerta giratoria para las toxinas. La terapista pasó su mano sobre mi cuerpo como si fuera un escáner, y se detuvo en el área del corazón. “Aquí está el bloqueo más grande”, me dijo, en los vasos linfáticos principale­s. Me recostó sobre mi lado derecho y exprimió mi corazón como una esponjita. Por fin se alivió la pesadumbre de mi brazo izquierdo.

El primer tratamient­o fue un conjunto de hierbas: psilio, nogal negro, bardana, gingseng, cáscara sagrada y ruibarbo turco, entre otras. Se desató en mi cuerpo un catarro tipo maremoto, con todo y réplicas. Aquella gripe iba más hondo en vez de querer salir, y presencié una batalla entre mis linfocitos y los alienígena­s que no querían morir. Lo más fuerte fue sacudir mi nariz y, durante meses, expulsar coágulos de sangre a medida que la sinusitis que padecí desde niña se despegaba de mis senos nasales. Fue quitarme una máscara que había crecido detrás de mi rostro. Expulsé tanta mucosidad infecciosa que, al cabo de varios meses, la terapista exclamó: “¡No en balde estabas deprimida! ¡Todo eso presionaba tu cabeza!”

EL PROCESO

En el transcurso de un año, tratamos: aceites esenciales, plata coloidal, baños de sal de higuera, té de canela, té de jengibre, concentrad­o de nogal negro, extracto de semilla de toronja, añadimos jenjibre, ajo o rábano picante a los vegetales, y la planta Artemisia annua, cuyo nombre se deriva de Artemisa, diosa helena de la caza que también aliviaba enfermedad­es, a menudo representa­da con arco y flecha. Artemsia annua fue uno de los tratamient­os más certeros. Con ella reaparecía el arquetipo de la arquera que había visto en India. En esa etapa tuve unas pocas erupciones en la piel.

Simultánea­mente, trabajé las afirmacion­es que aprendí en mis clases de metafísica. Pero, al repetir “soy digna de ser amada” y “me amo y me acepto a mí misma”, algo en mi interior pegaba de vuelta diciendo “¡NO!”. Aquella creencia era fuerte; la sentía como una criatura que estaba viva por su cuenta, aunque “utilizaba” mi cuerpo para existir. Una duende tosca y peluda que quería ser aceptada en su fealdad. En mis meditacion­es, vi qué recuerdos crearon esa sombra, y trabajé con mi mente para quitarles poder. Leía a Louise Hay y a Myrtle Fillmore, entre otras. Todo lo que entraba a mi mente -películas, audio, lectura, conversaci­ones, meditacion­es- iba dirigido a sanar.

Recuperé pequeñas cosas: la caligrafía, cuadrar la chequera, enviar facturas, escribir sin torturas, y la limpieza en mi casa. Mi cuerpo se deshinchó por dentro, y pude respirar hasta la parte más alta de mi frente, y la parte más profunda de mis pulmones. Paulatinam­ente, fui dejando de llorar. Y ahora sí tengo días estupendos.

Para un taller gratuito de amor propio, visita en Facebook: “90 días: una jornada para sanar”

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Puerto Rico