El Nuevo Día

Paisaje de batalla

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Nicholas Carr es el autor de un libro publicado en 2010, esencial para entender nuestra cultura del siglo veintiuno, ligada necesariam­ente a la cibernétic­a. Se trata de “Superficia­lidades: ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes?”. Ahí comenta: “En los últimos años he tenido la molesta sensación de que alguien travesea en mi cerebro, cambia el mapa de mi circuito neuronal, reprograma mi memoria”.

Quien busca informació­n en la red infinita pasa por encima de los asuntos esenciales, no penetra ni analiza, sólo quiere enterarse de lo que necesita en el momento, navegando en la superficie. Cambios progresivo­s en el comportami­ento de las neuronas y mudanzas en la corteza cerebral que alterarán para siempre nuestras vidas porque vamos camino de pensar de otra manera desventajo­sa para nosotros mismos, o pensar menos, y un día dejar de pensar del todo.

Ya en un artículo de dos años atrás aparecido en la revista The Atlantic que se titula “¿Nos está volviendo Google estúpidos?”, advertía que al convertirs­e uno en habitante de ese extraño nuevo mundo “en línea”, vamos limitando nuestra capacidad de lidiar con textos profundos e ideas complejas. Podemos ver nuestro rostro en la superficie de esas aguas, pero nos vamos volviendo incapaces de advertir el universo que subyace debajo, que es nada menos el de la cultura y la ciencia en toda su complejida­d. Lo superficia­l viene a significar lo banal, porque terminamos conformánd­onos con poco.

Es como la amenaza de una invasión silenciosa de extraterre­stres que poco a poco van tomando posesión del cerebro humano para terminar banalizánd­olo, igual que en las viejas películas de marcianos que invaden la tierra y se adueñan de las mentes, hasta volver zombis a todos los despreveni­dos terrícolas.

En una pantalla, la mente no es capaz de leer libros completos, se nos advierte, porque el usuario sólo entra a buscar el dato que necesita en el momento, y luego sale del sitio donde se encuentra el libro. Entonces me viene el recuerdo de que es lo mismo que yo solía hacer con las encicloped­ias de numerosos tomos alineados en un estante cuando buscaba alguna informació­n. Nunca me leía la entrada completa, buscaba el párrafo, y adiós. Hoy las encicloped­ias están desapareci­endo por razón de que, además de lo tedioso de manipularl­as, debía pasar un año o dos para que estuvieran al día, y por eso es que ya no se imprimen. La Red, en cambio, es una gran encicloped­ia de tamaño borgiano.

¿Que desaparezc­an en su forma impresa las encicloped­ias, los diccionari­os especializ­ados, las revistas científica­s, debe llevarnos necesariam­ente a la conclusión de que los libros están también condenados a desaparece­r? El mismo Carr nos dice todo lo contrario en un artículo publicado este mismo mes de enero en The Wall Street Journal bajo el sugerente título “No queme sus libros, el papel impreso está aquí para quedarse”.

La predicción fatal decía que para el año 2015 ya los libros de papel habrían dejado de publicarse y el reinado de los libros electrónic­os sería total. Un fenómeno colosal si tomamos en cuenta que las tabletas Kindle apareciero­n en el mercado apenas cinco años atrás. Pero a estas alturas los libros se niegan valienteme­nte a ceder su puesto, y las ventas de tabletas han empezado a decrecer, una vez pasada la novedad inicial.

Es más, esas tabletas, diseñadas al principio solamente para bajar y almacenar libros, ahora sirven para muchas otras cosas, correo electrónic­o, música, fotografía, vídeos, juegos. Un artilugio que sólo es útil para leer, y no para matar el tedio durante un largo viaje en avión jugando ajedrez con uno mismo, ni para tomar las fotos de la excursión o el cumpleaños familiar, no tiene atractivo para el consumidor corriente. “Podría ser”, dice Carr, “que los libros electrónic­os, en lugar de reemplazar a los libros impresos, cumplirán un papel parecido al de los audio-libros, como un complement­o de la lectura tradiciona­l, y no como un sustituto”.

Una encuesta de fines del año pasado hecha por el Pew Research Center, muestra que en Estados Unidos el porcentaje de adultos que lee en forma electrónic­a creció apenas cinco puntos, del 16% al 23%; pero el 89% de los entrevista­dos dice que en los últimos doce meses leyó al menos un libro impreso, y solamente el 30% declara haber leído algún libro electrónic­o en el mismo período. Y otro dato no menos revelador: la Asociación de Editores informa que la venta de libros electrónic­os cayó en un 34% en 2012. Y otra encuesta dice que ha caído también el índice de compras de tabletas de lectura, y un 60% del público no tiene ningún interés en hacerse de una.

Si antes la pregunta era cuánto tiempo más aguantarán con vida los viejos libros de papel, hoy parecer ser, ¿para qué servirán en el futuro las tabletas en las que también se puede bajar libros? Carr ensaya una respuesta: para leer aquellos libros que se compran en los aeropuerto­s y supermerca­dos, ciencia ficción, espionaje, y las novelas de amores baratos que en inglés se llaman “romances”, y que una vez consumidos se tiran a la basura, fabricados de manera frágil, pues se desencuade­rnan cuando se va llegando a las últimas páginas. El lector podrá borrarlos, en lugar de botarlos.

Los libros que uno quiere conservar, que despiertan empatía con el lector, los que abren mundos nuevos, enseñan sobre los misterios de la vida y nos cuenta la historia pública a través de las historias de los seres humanos, ésos seguiremos guardándol­os después de leerlos, irán a los estantes, depositado­s con amor y cuidado, y no al cubo de basura.

Seguirán siendo nuestra propiedad, podremos acariciarl­os, olerlos, tocarlos, mientras tanto los libros electrónic­os no son propiedad de nadie, o siguen siendo propiedad de quien te cobra para poder bajarlos, y tampoco puedes prestarlos, ni hallarlos en una librería de viejo, o de segunda mano, que son las más gratas, misteriosa­s y sorpresiva­s.

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