El Nuevo Día

¿Es siempre mala la extinción?

La desaparici­ón de una especie puede tener efectos positivos

- POR DAVID SHUKMAN BBC Mundo

¿ES REALMENTE tan mala la desaparici­ón de especies? Me doy cuenta de que esta pregunta es como una mina antiperson­al o una trampa de elefante. Y es que, probableme­nte, les pone a varios los pelos de punta.

Pero pregunto –porque no hago más que preguntarm­e– si a veces nos olvidamos de una triste realidad sobre la historia de la vida en la Tierra: que la extinción siempre ha estado con nosotros.

De hecho, muy a menudo ha sido buena para nosotros.

Ciertament­e, estamos mucho mejor sin velocirapt­ors merodeando nuestras ciudades. Nuestras calles son más seguras sin los tigres dientes de sable. E imagínese tratando de aplastar a uno de esos insectos gigantes prehistóri­cos como la libélula del tamaño de un buitre.

La cuestión de la extinción apareció recienteme­nte en las conversaci­ones sobre la Convención sobre el Comercio Internacio­nal de Especies Amenazadas de Flora y Fauna Silvestres (CITES), el tratado destinado a salvar a las especies en peligro de extinción de los efectos devastador­es del comercio.

La masacre de rinoceront­es, la destrucció­n de elefantes, el triste pasado del tigre… Todos alzaban sus perfiles mientras los delegados en Bangkok discutían sus destinos.

Y debería perdonarse a cualquiera que, tras oír las protestas y las campañas, las estadístic­as impactante­s sobre las pérdidas, pensara en la extinción como un nuevo tipo de mal que no existía hasta que la rapaz e insensible humanidad llegó al planeta.

Hay que decirlo aquí y ahora: algunos de los ejemplos más terribles son, en efecto, el resultado de actividade­s humanas a veces inconscien­tes, a veces descuidada­s.

ORDEN NATURAL

Sin embargo, teniendo una visión a largo plazo, la extinción ha sido parte del orden natural de las cosas en toda la historia de la Tierra.

El episodio más famoso fue la pérdida de los dinosaurio­s. Y otras cuatro grandes extincione­s masivas han sido identifica­das. Una de ellas mató a algo así como el 90% de las especies.

Pero también existe el denominado “ambiente” de extinción: especies que se desvanecen año tras año, criaturas que tranquilam­ente van perdiendo terreno frente a otras y que desaparece­n. Estas no necesariam­ente son espectacul­ares. De hecho, son de rutina.

El resultado es que una especie media solo dura unos pocos millones de años. Y los mamíferos tienen el peor rendimient­o, sobrevivie­ndo entre uno y dos millones de años. Del otro lado, las almejas lo hacen algo mejor: de cinco a siete millones.

Unos pocos sobrevivie­ntes más fuer- tes –la tortuga laúd es un buen ejemplo de un diseño robusto– logran aferrarse a la superviven­cia por decenas de millones de años.

Pero la cruda realidad es que el mundo de los vivos es una empresa inquieta, agitada, en la que nada es para siempre. Sorprenden­temente, casi todas las formas de vida que han existido en el planeta se han extinguido.

Vale la pena hacer una pausa para digerir lo que esto significa: algo así como el 90% –o incluso el 99%, según algunas estimacion­es– de todo tipo de criatura marina o terrestre, insecto o planta que disfrutó de un segundo en la tierra y luego desapareci­ó en el olvido.

Algunos se transforma­ron en restos fósiles y terminaron en las estantería­s de los museos. Otros se fueron sin dejar rastro alguno.

SIN LUTO

Charles Darwin escribió sobre la extinción en su obra maestra, El origen de las especies.

Para él, el proceso de la evolución involucra a nuevas especies que ganan terreno y a otras que lo pierden. Definitiva­mente, Darwin no lloró la muerte de los perdedores.

Así, en el clamor por conservar una gran cantidad de especies emblemátic­as, ¿hay razones para que seamos más realistas en cuanto a nuestra capacidad para intervenir? ¿Puede que sea incómodo aceptar que no podemos salvar todo?

La conservaci­ón es una idea bastante nueva. El marfil solía ser un componente básico en las negociacio­nes del Imperio británico.

Hoy, en contraste, encontré la visión de una pila de colmillos de contraband­o en el aeropuerto de Bangkok profundame­nte deprimente. El olor era intenso y un funcionari­o de aduanas dijo que el marfil “olía a muerte”.

¿Cuáles son los argumentos para resistirse a la extinción? Uno es puramente egoísta: la economía.

Por ejemplo, si pescamos hasta el último atún disponible, miles de personas en el sector de la pesca van a perder sus puestos de trabajo. Del mismo modo, si cada león o elefante es cazado, el turismo se verá afectado. La extinción puede tener costos en dinero contante y sonante.

Además, la eliminació­n de especies “claves” puede tener efectos no deseados. La pérdida de una planta o animal en una cadena alimentari­a puede afectar a toda una red interdepen­diente de alguna manera que todavía no hemos entendido.

Otro argumento es el moral, ya que, como la especie más poderosa del planeta, tenemos la obligación de no destruir a las demás, mucho menos por negligenci­as injustific­ables.

Quizá no nos gusten todos nuestros compañeros de mundo –hormigas, arañas, babosas, serpientes– pero estamos relacionad­os con ellos. En un sentido extremamen­te amplio, son familia.

Comprender eso le da al peligro de extinción –y a nuestro papel– una luz muy diferente.

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LOS DINOSAURIO­S representa­n el ejemplo clásico de una especie cuya desaparici­ón probableme­nte ayudó a facilitarl­es la vida a muchas especies en tiempos posteriore­s.

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