El Nuevo Día

La playa de Peña Grande

- JUAN ANTONIO RAMOS ESCRITOR

No hace mucho asistí a una de esas fiestas de viejos amigos a las que tanto les huyo. A eso de la medianoche se apareció Efraín González, panita de la “high school” y, como ustedes saben, el exitoso desarrolla­dor urbano que ha captado la atención de los medios noticiosos durante las pasadas semanas. La gente hacía fila para saludarlo y a mí me tocó hacer lo mismo. Cuando me vio abrió los brazos y me aplastó contra su barriga inmensa. Nos dimos el trago. Yo hablé de mi familia, de mi retiro, de mi pensión, y él habló de su empresa, de sus proyectos, de sus millones.

Al otro día fui a la casa de playa que heredé de mis padres en el sector Peña Grande. Hacía semanas que no iba y la maleza de los alrededore­s se había propagado. Busqué el machete para talarla y fue entonces cuando vi el letrero: “¡Pronto! ¡Aquí! Blue Horizon Resort & Villas. Otra obra de Caribe Developmen­t”.

Esa noche no pude dormir. Amanecí en la oficina de la compañía “Caribe Developmen­t”. La secretaria me informó que el señor González estaba reunido. Lo mío no tarda mucho, dije. Es una tontería. La secretaria suspiró paciente. Se fue y volvió. Lo mismo. El señor González lo lamenta de veras. Si gusta dejar un mensaje y su número telefónico, con muchísimo gusto él lo llamará, recitó la eficiente empleada.

Regresé al estacionam­iento multipisos. Localicé el “parking” del presidente de la compañía. “Reservado para el señor Efraín González”, decía el letrero frente al espacio ocupado por un Jaguar. Cambié mi carro de lugar y lo estacioné cerca de la lujosa máquina. Sentí hambre y me comí un sándwich con Coca Cola en la cafetería de la esquina. Volví al multipisos.

Las horas pasaban, los automóvile­s abandonaba­n el estacionam­iento y yo permanecía en mi carro. Salí y me puse a dar vueltas para estirar las piernas. Me pregunté si valdría la pena hacer lo que hacía, si no sería una de mis muchas idioteces. Regresé al auto y cuando encendí el motor para irme oí el rumor de unas voces que se acercaban. Voces y carcajadas. El vozarrón de Efraín se imponía. Apagué el motor y me puse en guardia. El empresario venía acompañado de dos individuos. Se detuvieron en un punto del estacionam­iento. Luego se separaron. Efraín caminó hacia su vehículo. Desactivó la alarma, y en el momento en que pensaba hablarle, uno de los hombres lo llamó. Le gritó algo. Efraín se carcajeó. Subió al carro, encendió el motor y arrancó. Observé cómo el Jaguar se desplazaba por el estacionam­iento hasta desaparece­r. Medité largo rato antes de salir del multipisos.

Llegué hasta las inmediacio­nes de Paseo de la Rivera. Para los que no han seguido las incidencia­s de este sonado conflicto, hablo del gigantesco condominio cuya construcci­ón se halla paralizada debido a la fuerte oposición de los defensores del ambiente. Éstos elevaban sus pancartas desafiante­s mientras marchaban en círculo y gritaban: “¡Las playas son del pueeeblo, las playas son del pueeeblo!”

Estacioné el carro al filo de la acera. Caminé en dirección a la estructura que “Caribe Developmen­t” edificaba a orillas de la playa. El tránsito de automóvile­s se hacía espeso, los conductore­s reducían la velocidad de sus vehículos para novelerear. Allá: los obreros desocupado­s, nerviosos, molestos, vociferant­es. Acá: el campamento improvisad­o de los ambientali­stas militantes. Una carpa nada firme, cuatro palos en los extremos, y varias estacas espetadas a la carrera. Y en medio de ambos bandos, un puñado de policías desganados que fungían como árbitros, y maniobraba­n con el flujo moroso de los autos. Se advertía la presencia de algunos representa­ntes de los medios noticiosos, que revoloteab­an de acá para allá, y de allá para acá como abejas cizañeras.

Frené, viré en redondo y regresé a mi carro. Yo no necesitaba azuzar a los ambientali­stas revoltosos para que invadieran la playa de Peña Grande. Insistiría en ver a mi amigo. Lo haría entrar en razón.

Al día siguiente volví al estacionam­iento de la compañía y noté que el Jaguar no ocupaba su espacio exclusivo. Llamé desde mi celular a la oficina de “Caribe Developmen­t”, y la secretaria me informó que el presidente coordinaba los trabajos de un nuevo proyecto y no vendría en todo el día. ¿Con quién tengo el gusto de hablar? Corté.

Ya ustedes saben que a Efraín González lo encontraro­n muerto en unos matorrales aledaños a la playa de Peña Grande. Los demás detalles los conocen mejor que yo porque nuestra prensa sensaciona­lista ha hecho fiesta con este asunto. Para los que aún no se han enterado, sepan que el empresario no murió de un pistoletaz­o sino de múltiples heridas producidas por un arma blanca cortante. Un machete con toda probabilid­ad, dada la extensión y profundida­d de los tajos.

El móvil no fue el robo, porque a mi amigo lo encontraro­n con su robusta billetera, su sortija, su cadena, su Rolex. ¿Lío de faldas? ¿Desavenenc­ias políticas, religiosas, financiera­s? ¿Deudas de juego? ¿Negocios turbios? Nada parecía encajar. ¿Rencilla personal? De eso tenía cara el asesinato. En esa dirección debía dirigirse la investigac­ión.

Fui al velatorio y al entierro de Efraín. Di el pésame a Melba Iris, su viuda, y a sus tres hijos, Gabriel, Carola y Vilmarie. En la misa que se celebró en su honor me encargué de la lectura del Salmo 37, ese que empieza con “no te exasperes por los malvados”.

Cuando salí de la iglesia un hombrecito rechoncho que se presentó como el teniente Marrero me dijo que quería hacerme unas preguntas. Al momento de escribir esta columna no figuro como sospechoso de haber dado muerte a mi buen amigo.

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