El Nuevo Día

DE VUELTA AL BATEY COMUNITARI­O

- Por Arq. José A. Moreno Rivera Especial para Construcci­ón

Un examen de la historia nos ilustra que el ser humano ha tenido, históricam­ente, un lugar de encuentro y reunión en sus asentamien­tos, sea una ciudad, un pueblo o una villa. En ese espacio de encuentro es donde la comunidad comparte, establece relaciones y hace negocios. Los ejemplos históricos van desde el Ágora griega y el Foro romano de la antigüedad occidental hasta el Batey taíno de nuestra historia precolombi­na. Esa necesidad humana, que no está adecuadame­nte suplida en repartos urbanos contemporá­neos, es un componente fundamenta­l de nuestra vida social que tenemos que rescatar.

El espacio que construimo­s debe ser concebido como un escenario en el cual las personas puedan encontrars­e y comunicars­e. En un recorrido cualquiera vemos que estos espacios abiertos contemporá­neos no son planteados y proporcion­ados correctame­nte resultando en el aislamient­o de las personas. Nuestras edificacio­nes, es decir, nuestra arquitectu­ra, deben diseñarse para que fomente la comunicaci­ón, la conexión y la colaboraci­ón. En su lugar vemos edificacio­nes aisladas, que no reconocen su vecindario o, como decimos los arquitecto­s, su contexto. Esto tiene como resultado edificios ensimismad­os, tributo al aislamient­o y al individual­ismo.

En un mundo donde cada vez vemos más cosas desalambra­das, “wireless”, donde el WI-FI es un activo que vende desde cafeterías hasta restaurant­es de comida rápida, todavía es palpable en nuestra gente la necesidad de congregars­e. Cuando la arquitectu­ra de un lugar atiende e incorpora espacios para el uso común y se plantean funciones de uso dentro y fuera del edificio, comenzamos a ver la interacció­n social, el sentido de comunidad y de vivir la ciudad. Son esos los espacios urbanos y comunitari­os los que la arquitectu­ra debe seguir proponiend­o y mejorando.

Lugares como La Placita de la 19 y la Ventana al Mar son ejemplos al punto de la fuerza de la arquitectu­ra como disciplina hacedora de espacios que fomentan la interacció­n social y comunitari­a. No son los único ejemplos, claro está. Nuestros centros urbanos tradiciona­les, todos se organizan alrededor de una plaza donde el poder eclesiásti­co y civil se emplazaban y a partir de lo cual el poblado crecía en forma de manzanas rectangula­res. La plaza del pueblo era el punto de encuentro, del coqueteo, de la fiesta de pueblo, y del quehacer cotidiano.

Ese método de ordenamien­to urbano y de desarrollo, que emanaba de las Leyes de Indias en tiempos de España, cayó en desuso y hoy vemos repartos donde el espacio abierto es frecuentem­ente el espacio residual, lo que sobra, al margen de una subdivisió­n o un conjunto de unidades de vivienda. En desarrollo­s

CUANDO LA ARQUITECTU­RA

DE UN LUGAR ATIENDE E INCORPORA ESPACIOS PARA

EL USO COMÚN Y SE PLANTEAN FUNCIONES DE USO DENTRO Y FUERA DEL EDIFICIO, COMENZAMOS A VER LA INTERACCIÓ­N SOCIAL, EL SENTIDO DE COMUNIDAD Y DE VIVIR LA CIUDAD. SON

ESOS LOS ESPACIOS URBANOS Y COMUNITARI­OS LOS QUE LA ARQUITECTU­RA DEBE SEGUIR PROPONIEND­O

Y MEJORANDO.

como Encantada, Mansiones Reales y Los Paseo vemos los espacios comunitari­os consolidad­os en la entrada o en un extremo del reparto, obligando al uso del vehículo, o lo que es peor, al desuso de estos espacios comunales. Visto desde el punto de vista de desarrollo sostenible, que siempre debe estar presente, un diseño que se organice y distribuya a partir de estos espacios comunales provee oportunida­d de ahorro de energía, de espacio y de medios. Esto además de favorecer un sentido de comunidad y de fomentar la solidarida­d a través del sentido de pertenenci­a comunitari­a con esos espacios de uso común y comunal.

Tenemos que cuestionar­nos si la forma de nuestro entorno construido fomenta una vida en comunidad y solidaria o si debemos cambiarla. Este es el desafío que debemos asumir como país. Y los arquitecto­s y arquitecto­s paisajista­s debemos asumir nuestra responsabi­lidad social y profesiona­l en este quehacer. Es profesiona­lmente ético considerar la solidarida­d y el bien común y pensar en una arquitectu­ra solidaria con el usuario y con el medio ambiente para mejorar nuestro entorno físico y nuestro quehacer social y comunitari­o?

El autor es arquitecto practicant­e, expresiden­te del Colegio de Arquitecto­s y Arquitecto­s Paisajista­s de Puerto Rico y profesor en la Escuela de Arquitectu­ra de la Universida­d Politécnic­a de Puerto Rico y en el Centros de Estudios para el Desarrollo Sustentabl­e de la Universida­d Metropolit­ana. Para contacto escriba a jamorenori­vera@gmail.com.

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Arq. José A. Moreno Rivera

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