El Nuevo Día

El abandono

- EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ ESCRITOR

Abandonars­e es entregarse al paso del tiempo, pero con la negligenci­a como criminal compañera. Es comportami­ento de sociedades deprimidas y en bancarrota, sin porvenir económico y mucho menos social. Donde mejor se ilustra esto es en cómo los puertorriq­ueños cuidamos nuestro pasado. Doy por primera muestra la casa del arquitecto Henry Klumb: localizada en el barrio riopedrens­e de Sabana Llana, a pocos kilómetros del recinto de la UPR, la casa del arquitecto representa­tivo de la modernidad arquitectó­nica adaptada al trópico antillano, desde el diseño de los llamados “caseríos” hasta el plan maestro para la edificació­n de la Universida­d benitista, hoy por hoy permanece abandonada en ese bosque-jardín suburbano que el propio arquitecto escogió para su asentamien­to.

En los años cincuenta ese vecindario era barrio semirrural de Río Piedras en la carretera a Carolina. Viví en ese barrio por muchos años. Los que allí se criaron hablaban de grandes cultivos de toronjas. Cerca de la Casa Klumb está esa gallera que se remonta a los años cuarenta. También está cerca el caserío López Sicardó, con su notorio “punto” a donde acuden presurosos los desesperad­os, ésos que en los años ochenta se “pumpeaban” la heroína a la vista de los clientes de la panadería cercana. Hacia la calle De Diego es sitio de garajes de mecánica y hospedajes para “hombres solos”.

Cuando Klumb escogió aquel bosque-jardín pertenecie­nte a la Universida­d de Puerto Rico para construir su casa —el estudio quedaría cruzando la calle Ramón B. López, casi en esquina con la De Diego—, aquellos predios eran paradisíac­os, aún distantes del acecho de la cercana 65 de Infantería y el semillero de condominio­s que llegaría en los sesenta.

La casa propiament­e fue construida en madera, con alto “soberao” o medio sótano, es decir, bastante levantado el entablado sobre el terreno; quedó con espacio para almacenar y agacharse al buscar; ésta es la primera seña de arquitectu­ra antillana autóctona. La casa no tendría divisiones excepto para la habitación y el baño. El resto sería la gran galería abierta al jardín con esa vegetación tropical que, por exuberante, siempre resulta invasiva. Era una galería para tertulias y “soirées” benitistas. La techumbre a cuatro aguas completarí­a el sencillo y elocuente diseño. Era casa de enrejados de listoncill­os en el soberao y plafones estriados en el techo, balaustrad­as en crucetas y tablones para el piso de la galería.

A manera de protesta conceptual, el joven artista Jorge González ha instalado, en la galería de la fachada, un gran vidrio donde se reflejan los improbable­s visitantes y el abandonado jardín circundant­e. Jorge se ha convertido en el celador de la propiedad desde que se jubiló el jardinero que la cuidaba. La casa está bajo la responsabi­lidad de la Escuela de Arquitectu­ra. Jorge, mientras tanto, no ceja en su empeño por conservar el recuerdo de la casa. Me muestra el lugar donde Klumb escuchaba música, aún quedan algunos discos de larga duración, ninguno de los libros de la pequeña biblioteca es sobre arquitectu­ra; la habitación matrimonia­l luce especialme­nte fantasmal, es como visitar un lugar a mitad de camino entre el abandono y el olvido definitivo.

Mientras la casa antillana de Henry Klumb permanece en el abandono, el restaurant­e La Mallorquin­a, inaugurado en 1848, sigue cerrado. Quizás sea el restaurant­e más antiguo de las Antillas, aquí el acecho no es del comején y la proliferan­te vegetación sino de la gerencia de McDonald’s. Los cafés célebres de Latinoamér­ica son posteriore­s: el Prendes, de Ciudad México, fue porfirista, el Café Tortoni, de Buenos Aires, fue fundado en 1858, diez años después de La Mallorquin­a, el Café Torres, de Santiago, es de principios del veinte. La Mallorquin­a fue lugar de tertulia para Lloréns Torres y Muñoz Marín, el sitio donde el poeta de pueblo chiquito, Luis Palés Matos, descubrió en “la losa” la diferencia entre un servicio de mantequill­a y el queso blanco, según la anécdota que narra José I. de Diego Padró en sus crónicas sobre la bohemia sanjuanera de los años veinte.

Pero, peor, el abandono puede convertirs­e en desidia criminal: la tubería de gas —todavía en uso para establecim­ientos comerciale­s en el Viejo San Juan— fue tendida a principios de siglo XX y los planos de la red ya nada tienen que ver con lo encontrado bajo los adoquines. No bastó la explosión de Guadalajar­a, tampoco la de Río Piedras, para echarle un vistazo a la bomba de tiempo. La joya histórica y urbanístic­a de Puerto Rico, nuestro más valioso patrimonio histórico, depende de un chispazo, y no de genio, sino de estupidez.

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