El abandono
Abandonarse es entregarse al paso del tiempo, pero con la negligencia como criminal compañera. Es comportamiento de sociedades deprimidas y en bancarrota, sin porvenir económico y mucho menos social. Donde mejor se ilustra esto es en cómo los puertorriqueños cuidamos nuestro pasado. Doy por primera muestra la casa del arquitecto Henry Klumb: localizada en el barrio riopedrense de Sabana Llana, a pocos kilómetros del recinto de la UPR, la casa del arquitecto representativo de la modernidad arquitectónica adaptada al trópico antillano, desde el diseño de los llamados “caseríos” hasta el plan maestro para la edificación de la Universidad benitista, hoy por hoy permanece abandonada en ese bosque-jardín suburbano que el propio arquitecto escogió para su asentamiento.
En los años cincuenta ese vecindario era barrio semirrural de Río Piedras en la carretera a Carolina. Viví en ese barrio por muchos años. Los que allí se criaron hablaban de grandes cultivos de toronjas. Cerca de la Casa Klumb está esa gallera que se remonta a los años cuarenta. También está cerca el caserío López Sicardó, con su notorio “punto” a donde acuden presurosos los desesperados, ésos que en los años ochenta se “pumpeaban” la heroína a la vista de los clientes de la panadería cercana. Hacia la calle De Diego es sitio de garajes de mecánica y hospedajes para “hombres solos”.
Cuando Klumb escogió aquel bosque-jardín perteneciente a la Universidad de Puerto Rico para construir su casa —el estudio quedaría cruzando la calle Ramón B. López, casi en esquina con la De Diego—, aquellos predios eran paradisíacos, aún distantes del acecho de la cercana 65 de Infantería y el semillero de condominios que llegaría en los sesenta.
La casa propiamente fue construida en madera, con alto “soberao” o medio sótano, es decir, bastante levantado el entablado sobre el terreno; quedó con espacio para almacenar y agacharse al buscar; ésta es la primera seña de arquitectura antillana autóctona. La casa no tendría divisiones excepto para la habitación y el baño. El resto sería la gran galería abierta al jardín con esa vegetación tropical que, por exuberante, siempre resulta invasiva. Era una galería para tertulias y “soirées” benitistas. La techumbre a cuatro aguas completaría el sencillo y elocuente diseño. Era casa de enrejados de listoncillos en el soberao y plafones estriados en el techo, balaustradas en crucetas y tablones para el piso de la galería.
A manera de protesta conceptual, el joven artista Jorge González ha instalado, en la galería de la fachada, un gran vidrio donde se reflejan los improbables visitantes y el abandonado jardín circundante. Jorge se ha convertido en el celador de la propiedad desde que se jubiló el jardinero que la cuidaba. La casa está bajo la responsabilidad de la Escuela de Arquitectura. Jorge, mientras tanto, no ceja en su empeño por conservar el recuerdo de la casa. Me muestra el lugar donde Klumb escuchaba música, aún quedan algunos discos de larga duración, ninguno de los libros de la pequeña biblioteca es sobre arquitectura; la habitación matrimonial luce especialmente fantasmal, es como visitar un lugar a mitad de camino entre el abandono y el olvido definitivo.
Mientras la casa antillana de Henry Klumb permanece en el abandono, el restaurante La Mallorquina, inaugurado en 1848, sigue cerrado. Quizás sea el restaurante más antiguo de las Antillas, aquí el acecho no es del comején y la proliferante vegetación sino de la gerencia de McDonald’s. Los cafés célebres de Latinoamérica son posteriores: el Prendes, de Ciudad México, fue porfirista, el Café Tortoni, de Buenos Aires, fue fundado en 1858, diez años después de La Mallorquina, el Café Torres, de Santiago, es de principios del veinte. La Mallorquina fue lugar de tertulia para Lloréns Torres y Muñoz Marín, el sitio donde el poeta de pueblo chiquito, Luis Palés Matos, descubrió en “la losa” la diferencia entre un servicio de mantequilla y el queso blanco, según la anécdota que narra José I. de Diego Padró en sus crónicas sobre la bohemia sanjuanera de los años veinte.
Pero, peor, el abandono puede convertirse en desidia criminal: la tubería de gas —todavía en uso para establecimientos comerciales en el Viejo San Juan— fue tendida a principios de siglo XX y los planos de la red ya nada tienen que ver con lo encontrado bajo los adoquines. No bastó la explosión de Guadalajara, tampoco la de Río Piedras, para echarle un vistazo a la bomba de tiempo. La joya histórica y urbanística de Puerto Rico, nuestro más valioso patrimonio histórico, depende de un chispazo, y no de genio, sino de estupidez.