El Nuevo Día

Una aventura llamada Tingalayo

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(Primera parte)

El 18 de junio tuve la oportunida­d de ir por segunda vez a las Islas Vírgenes. Lo sabía desde que la escuela estaba por terminar y ya saben, mi ansiedad era DEMASIADA. En esta ocasión, la familia Melgarejo y nuestra familia nos quedamos en una villa diferente. Esta era más grande. El día de la partida estaba emocionada y no podía esperar. Me había comprado como cinco trajes de baños para combinar. Mamá tomó muchas fotos. Llegamos a la marina y saludamos a Aymhed y Alex. Luego, a Mayra, la hermana de Aymhed y también a Chuqui. Entramos las maletas y los bultos al bote y, luego, nos preparamos para salir. Me senté en la parte de atrás del bote pensando que iba a estar ahí una hora eterna hasta llegar a Culebrita. Allí nos tiramos al agua cinco minutos y, luego, ¡vino la parte buena! El canal de Culebra a Saint Thomas. El año pasado vomité en esta parte... Por esta razón estaba nerviosa. Pasó como una hora y 25 minutos y, de repente, hubo una pausa y todos en el bote nos pusimos nerviosos. El capitán nos dijo que parecía como que algo se había enredado en la hélice en unos de los motores y que eso causó que la transmisió­n del motor se dañara. Nos tardamos como 30 minutos más porque estábamos navegando con un solo motor, y la velocidad era mínima. Yo estaba nerviosa, y simplement­e me di una siesta para que se me fuese el estrés. El mar estaba mejor que el año pasado. Cuando llegamos a Saint Thomas estábamos felices ya que pasamos por un susto que no tuvo grandes consecuenc­ias. Cogimos gasolina y buscamos a un técnico para que arreglase la transmisió­n. Esperamos como dos horas. Cuando se pudo arreglar, nos montamos entusiasma­dos y nos fuimos hacia Tortola. Llegamos por la noche. Lynn, la encargada de la casa, nos vino a ayudar a bajar las cosas, en medio de una lluvia torrencial. Cuando todo estaba en el carro, nos dirigimos hacia la casa. Yo estaba emocionada. El recorrido era empinado y largo. Mirabas a un lado y tenías un monte y, al otro, un risco. Me preguntaba qué haríamos si venía otro carro de frente porque solo cabía uno. Encima de eso, estaba súper oscuro y la calle no tenía brea. Al final de la montaña encontramo­s a Tingalayo, con la vista más bella que se puedan imaginar y con un fresco delicioso, una piscina que te invitaba a tirarte sin importar el frío y un cuarto de juegos bieeeeen grandes con unos bean bags bien chulos. Estábamos felices de empezar unas ricas vacaciones. Mi aventura había empezado...

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