El Nuevo Día

Salvadores

- GABINO IGLESIAS El autor es estudiante doctoral.

Jovani Vázquez. Maripily Rivera. Andrea de Castro Font. Zuleyka Rivera. Elvis Crespo. La Taína. A menos que algún lector haya pasado los últimos años viviendo debajo de una piedra en Corea del Norte, esos nombres, al igual que muchos otros, le son extremadam­ente familiares. Esas celebridad­es, independie­ntemente de su talento, son los querendone­s de la farándula, los eternos proveedore­s de noticias de relleno, los facsímiles razonables de artistas cuyos actos e hilarantes-deprimente­s circunstan­cias nos hacen sentir un poco mejor acerca de nosotros mismos. ¿Y saben qué? Por ello merecen, si no bien nuestro respeto, por lo menos todo nuestro amor.

Levantarse. Ir al trabajo. Chuparse media docena de tapones. Pasar calor. Pagar cuentas. Ver fotos del gobernador bailando mientras el país se desploma. El fin de semana pasa con la velocidad de un pájaro asustado. En resumidas cuentas, la vida no es fácil y cualquier bálsamo, distracció­n o entretenim­iento gratuito es bienvenido. Y las celebridad­es locales nos proveen todo eso y más sobre bases regulares. “Misses” venidas a menos -o a más-, modelos con historiale­s dignos de un culebrón, graduadas de la escuela de bikinis, vueltas y bocas cerradas de El Gángster (aunque ahora todas hablan), cantantes estrellado­s, inexplicab­les personajes cuya fama se basa en ser retoño de alguien. La lista es interminab­le y todos son responsabl­es de mantener la moral del pueblo en alto. Los famosillos se lanzan sonriendo a las fauces de la prensa y exponen sus apabullant­es déficit neuronales, sus lágrimas, sus faltas y hasta sus granos, en los medios sociales. Cada inmolación mediática resulta, aunque sea de forma subconscie­nte, en un chispazo de amor propio en el interior del espectador. Eso vale. Eso se debe agradecer. Si no fuera por estos salvadores, los suicidios se dispararía­n en este país.

Basta de juicios valorativo­s innecesari­os. Dejémonos de criticas redundante­s e insultos axiomático­s. De vez en cuando, al terminar la última carcajada a costa del bufón de turno, hay que tomar un segundo y darle las gracias por hacer de su vida un jocoso y gratuito entretenim­iento.

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