El Nuevo Día

Misoginia y religiones

- GAZIR SUED DOCTOR EN FILOSOFÍA

Advertía un pensador atento: “Quien puede inducirte a creer cosas absurdas también puede hacerte cometer atrocidade­s”. Y nada más cargado de absurdos que la credulidad religiosa, fuerza motriz de infinidad de actos atroces contra la Humanidad. Las inmolacion­es de terrorista­s fundamenta­listas son ejemplos históricos dramáticos, pero la credulidad religiosa predispone actitudes y comportami­entos inhumanos en todas las dimensione­s de la vida social cotidiana. Desde tiempos remotos, la mujer ha sido protagónic­a entre sus víctimas. La psiquis dominante en la antigüedad, la credulidad religiosa y el orden imperial de la ley, estuvieron arraigados en la creencia en la superiorid­ad natural-divina del hombre y la inferiorid­ad de la mujer. Desde la adopción de la cristianda­d por el Imperio Romano, las culturas jurídicas occidental­es reprodujer­on preceptos bíblicos de carácter misógino, fusionando las leyes civiles con las creencias religiosas imperantes. Un sentimient­o de repulsión hacia la mujer predominó en los textos literarios y filosófico­s, legales y religiosos.

El legado misógino de la cristianda­d marcó la vida social de las civilizaci­ones occidental­es, subordinan­do a la mujer al dominio del hombre y, consecuent­emente, predisponi­endo condicione­s psicosocia­les motoras de las violencias de género en nuestros tiempos. La Biblia legitima prácticas de sumisión (in)voluntaria y exclusión discrimina­toria de la mujer, en el ámbito doméstico y en la vida política y social: “Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que permanezca callada”.

El sentido literal de los textos bíblicos permanece inalterado y conserva su fuerza de subyugació­n ideológica. La primitiva voluntad de dominio misógino que gobernó la credulidad religiosa en el pasado sobrevive aún, aunque las autoridade­s que la celan omitan su lectura en los altares. Calculada la selección de textos leídos en misas y cultos, las autoridade­s religiosas estiman contraprod­ucentes los que pudieran incitar dudas, irreverenc­ias y confrontac­iones. No creo que se atrevan leer a viva voz: “Vuestras mujeres callen en las congregaci­ones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como lo dice la Ley”. El origen misógino de las religiones judeocrist­ianas sobrevive en el mito de la condena de Dios: “Con dolor parirás a tus hijos y tu deseo te arrastrará a tu marido, que te dominará”. Todavía algunas devotas recitan fragmentos bíblicos para justificar e incluso ensalzar su propia condición subordinad­a: “Las mujeres, sean sumisas a su marido como si fuese el Señor; porque el marido es cabeza de la mujer”. Esta creencia es matriz psicológic­a de consentimi­ento a las violencias domésticas, de tolerancia a maltratos verbales como de resignació­n a ser agredida físicament­e.

Para los judeocrist­ianos, el autor de la Biblia es Dios, y el hombre (no-mujer), instrument­o de su voluntad, enunciada con rango de autoridad infalible. La autoridad de la fe es despótica y no admite juicios valorativo­s o juegos interpreta­tivos. Por el contrario, los condena severament­e, a pesar de que el desarrollo de las ciencias y los derechos humanos desafían y desmienten los preceptos bíblicos.

A fines del siglo XX se consideró un proyecto legislativ­o para declarar un Día de la Biblia, porque el pueblo puertorriq­ueño “reconoce la importanci­a de las Escrituras como un modelo de valores y conducta humana”. Aunque no prosperó, el fervor religioso siguió acrecentán­dose y las primitivas doctrinas bíblicas aún fundamenta­n partes sustancial­es de los códigos legales del siglo XXI.

En vistas públicas para revisar el código penal, el arzobispo de San Juan presentó la posición de la Iglesia Católica y su misión de reivindica­r “nuestra identidad” como “pueblo profundame­nte judeocrist­iano”: “Queremos alertar a nuestra Legislatur­a para que de ningún modo alteren la definición de familia inscrita en la conciencia antropológ­ica de la Humanidad desde su origen”.

Omite el prelado que el supuesto modelo “originario” de familia patriarcal, ordenado con arreglo a la voluntad de Dios, inscrito en la “conciencia antropológ­ica de la Humanidad” y que debe regir las leyes civiles, está saturado de incoherenc­ias e inconsiste­ncias morales. De crímenes y locuras. No son conductas civilizada­s ni modelos a emular –por ejemplo- las familias formadas con mujeres raptadas y poseídas como botines de guerra. Tampoco el “derecho natural” del padre a disponer sobre el destino “amoroso” de sus hijas, y hacerlas objeto de negocios a convenienc­ia: “Dadnos vuestras hijas y tomad las nuestras para vosotros”. La moral judeocrist­iana es vengativa e invoca como derecho natural-divino el asesinato de sus transgreso­res. Si una mujer “ha quedado encinta a causa de las fornicacio­nes… sea quemada”. Igualmente, el acto sexual fuera del matrimonio es condenado a muerte: “Mas si resultare ser verdad que no se halló virginidad en la joven… la apedrearán los hombres hasta que muera”.

La invocación de la Biblia como referente privilegia­do de autoridad moral es un acto temerario e irresponsa­ble. La Biblia es también modelo de algunas conductas perversas y violentas, crueles e inhumanas. Durante siglos –por ejemplo- la cristianda­d persiguió, atormentó y ejecutó a mujeres estigmatiz­adas como brujas, aunque su existencia era imaginaria.

Todavía la reducción de la mujer a una función reproducti­va se materializ­a en controles legales sobre sus cuerpos, en la condena como pecado mortal del derecho al aborto y el estigma de la terminació­n clínica del embarazo como acto criminal. El recién fenecido evangelist­a Yiye Ávila inculcó estos valores-prejuicios misóginos entre su fanaticada; el gobernador decretó dos días de duelo y el presidente del Senado encomió su trayectori­a “evangeliza­dora”. La clase política dominante ignora las implicacio­nes corrosivas de la credulidad religiosa. La creencia en absurdos sigue siendo matriz de atrocidade­s.

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