Misoginia y religiones
Advertía un pensador atento: “Quien puede inducirte a creer cosas absurdas también puede hacerte cometer atrocidades”. Y nada más cargado de absurdos que la credulidad religiosa, fuerza motriz de infinidad de actos atroces contra la Humanidad. Las inmolaciones de terroristas fundamentalistas son ejemplos históricos dramáticos, pero la credulidad religiosa predispone actitudes y comportamientos inhumanos en todas las dimensiones de la vida social cotidiana. Desde tiempos remotos, la mujer ha sido protagónica entre sus víctimas. La psiquis dominante en la antigüedad, la credulidad religiosa y el orden imperial de la ley, estuvieron arraigados en la creencia en la superioridad natural-divina del hombre y la inferioridad de la mujer. Desde la adopción de la cristiandad por el Imperio Romano, las culturas jurídicas occidentales reprodujeron preceptos bíblicos de carácter misógino, fusionando las leyes civiles con las creencias religiosas imperantes. Un sentimiento de repulsión hacia la mujer predominó en los textos literarios y filosóficos, legales y religiosos.
El legado misógino de la cristiandad marcó la vida social de las civilizaciones occidentales, subordinando a la mujer al dominio del hombre y, consecuentemente, predisponiendo condiciones psicosociales motoras de las violencias de género en nuestros tiempos. La Biblia legitima prácticas de sumisión (in)voluntaria y exclusión discriminatoria de la mujer, en el ámbito doméstico y en la vida política y social: “Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que permanezca callada”.
El sentido literal de los textos bíblicos permanece inalterado y conserva su fuerza de subyugación ideológica. La primitiva voluntad de dominio misógino que gobernó la credulidad religiosa en el pasado sobrevive aún, aunque las autoridades que la celan omitan su lectura en los altares. Calculada la selección de textos leídos en misas y cultos, las autoridades religiosas estiman contraproducentes los que pudieran incitar dudas, irreverencias y confrontaciones. No creo que se atrevan leer a viva voz: “Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como lo dice la Ley”. El origen misógino de las religiones judeocristianas sobrevive en el mito de la condena de Dios: “Con dolor parirás a tus hijos y tu deseo te arrastrará a tu marido, que te dominará”. Todavía algunas devotas recitan fragmentos bíblicos para justificar e incluso ensalzar su propia condición subordinada: “Las mujeres, sean sumisas a su marido como si fuese el Señor; porque el marido es cabeza de la mujer”. Esta creencia es matriz psicológica de consentimiento a las violencias domésticas, de tolerancia a maltratos verbales como de resignación a ser agredida físicamente.
Para los judeocristianos, el autor de la Biblia es Dios, y el hombre (no-mujer), instrumento de su voluntad, enunciada con rango de autoridad infalible. La autoridad de la fe es despótica y no admite juicios valorativos o juegos interpretativos. Por el contrario, los condena severamente, a pesar de que el desarrollo de las ciencias y los derechos humanos desafían y desmienten los preceptos bíblicos.
A fines del siglo XX se consideró un proyecto legislativo para declarar un Día de la Biblia, porque el pueblo puertorriqueño “reconoce la importancia de las Escrituras como un modelo de valores y conducta humana”. Aunque no prosperó, el fervor religioso siguió acrecentándose y las primitivas doctrinas bíblicas aún fundamentan partes sustanciales de los códigos legales del siglo XXI.
En vistas públicas para revisar el código penal, el arzobispo de San Juan presentó la posición de la Iglesia Católica y su misión de reivindicar “nuestra identidad” como “pueblo profundamente judeocristiano”: “Queremos alertar a nuestra Legislatura para que de ningún modo alteren la definición de familia inscrita en la conciencia antropológica de la Humanidad desde su origen”.
Omite el prelado que el supuesto modelo “originario” de familia patriarcal, ordenado con arreglo a la voluntad de Dios, inscrito en la “conciencia antropológica de la Humanidad” y que debe regir las leyes civiles, está saturado de incoherencias e inconsistencias morales. De crímenes y locuras. No son conductas civilizadas ni modelos a emular –por ejemplo- las familias formadas con mujeres raptadas y poseídas como botines de guerra. Tampoco el “derecho natural” del padre a disponer sobre el destino “amoroso” de sus hijas, y hacerlas objeto de negocios a conveniencia: “Dadnos vuestras hijas y tomad las nuestras para vosotros”. La moral judeocristiana es vengativa e invoca como derecho natural-divino el asesinato de sus transgresores. Si una mujer “ha quedado encinta a causa de las fornicaciones… sea quemada”. Igualmente, el acto sexual fuera del matrimonio es condenado a muerte: “Mas si resultare ser verdad que no se halló virginidad en la joven… la apedrearán los hombres hasta que muera”.
La invocación de la Biblia como referente privilegiado de autoridad moral es un acto temerario e irresponsable. La Biblia es también modelo de algunas conductas perversas y violentas, crueles e inhumanas. Durante siglos –por ejemplo- la cristiandad persiguió, atormentó y ejecutó a mujeres estigmatizadas como brujas, aunque su existencia era imaginaria.
Todavía la reducción de la mujer a una función reproductiva se materializa en controles legales sobre sus cuerpos, en la condena como pecado mortal del derecho al aborto y el estigma de la terminación clínica del embarazo como acto criminal. El recién fenecido evangelista Yiye Ávila inculcó estos valores-prejuicios misóginos entre su fanaticada; el gobernador decretó dos días de duelo y el presidente del Senado encomió su trayectoria “evangelizadora”. La clase política dominante ignora las implicaciones corrosivas de la credulidad religiosa. La creencia en absurdos sigue siendo matriz de atrocidades.