El Nuevo Día

Carta blanca

- ANGÉLICA PLÁ

Nunca es una coincidenc­ia el encuentro de relatos. Los cotidianos: dos mujeres distintas me cuentan de los acercamien­tos impropios, violentos en su origen, de un mismo hombre. El escrito, proviene del artículo de Ariel Levy en The New Yorker, “Trial by Twitter”. Aunque el enfoque del autor gira en torno a la influencia de las redes sociales en el juicio público sobre casos criminales, un aspecto fundamenta­l de su planteamie­nto es lo que denomina, en inglés, como “rape culture”, en la cual los que violan a una mujer (o a cualquier ser humano), han naturaliza­do de alguna manera su conducta. Piensan que están autorizado­s a tomar otros cuerpos. Achacan su conducta al alcohol o a que el otro o la otra se lo merecía, pues se niegan a tomar responsabi­lidad por sus actos.

Tanto en el caso tratado por Levy, como en otros de alto perfil (y otros de perfiles invisibles) en Puerto Rico, estamos hablando de gente educada, con grados de doctores y hasta religiosos, que nunca se detienen a medir las consecuenc­ias de sus actos porque, para empezar, para ello tendrían que tener conciencia de lo burdos que son.

La incapacida­d para el autoexamen está ligada al clima de impunidad que impera, en términos generales, para que los acusados de crímenes sean convictos. Algunos salen por la ancha puerta de la negligenci­a de un sistema que apenas parece darse cuenta de que el término para realizar los debidos procesos caduca en horas inmediatam­ente siguientes.

La mayor impunidad es la del silencio que aun las víctimas cultivan, porque parte de la cultura de la violación incluye sentirse responsabl­e por lo que les ha ocurrido, cuando nada, absolutame­nte nada deba y pueda interpreta­rse como una carta blanca para la agresión.

Por eso casi resulta absurdo que a estas alturas tenga que decir: “Gente, quedarse callados de ninguna manera constituye una ventaja”. Que los juicios en Internet provocan ejecucione­s públicas no siempre fundamenta­das, es cierto. Pero en muchos casos colocan un rostro insospecha­do a seres como ese hombre de conciencia fronteriza.

La autora es profesora universita­ria y comunicado­ra.

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