El Nuevo Día

José Luis en el recuerdo

- EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ ESCRITOR

Decía Lezama Lima que los viajes son anticipos de la muerte. Salí de viaje y al poco tiempo de estar ausente me entero de la muerte de José Luis Díaz de Villegas, mi mentor y maestro en este oficio del “periodismo cultural”, vocación que mi trayectori­a de escritor jamás hubiese previsto.

Mis colaboraci­ones para la revista Domingo de El Nuevo Día, revista que dirigió José Luis Díaz de Villegas, comenzaron en 1987 con una crónica sobre las playas de Río de Janeiro. Seguí con una crónica sobre la playa de Isla Verde y un largo ensayo sobre los orígenes de la plena, ambos ilustrados por José Luis.

En las ilustracio­nes de ambos textos pude comprobar el gran talento de mi amigo para ilustrar con imaginació­n, inteligenc­ia y mordacidad. En la crónica de Isla Verde dibujó en tinta y pintó en acuarela, con una levedad lírica, aquella joven que paleteaba en “la playa de los hobbies”; el desplazami­ento de la atención hacia una frondosa cabellera con matices de azules y violetas convertía la caricatura en una pequeña obra de arte. La ilustració­n del ensayo “La plena” es pura poesía: aparecen en la acuarela los zapatos, panderos y acordeones de los pleneros, sus sombreros panamá, el resto del cuerpo está en blanco, como si se tratase de una sinécdoque plástica.

Fue la época en que la revista Domingo era una de las más bellas de Latinoamér­ica, engalanada con el talento para el dibujo de José Luis Díaz de Villegas, tanto el padre como el hijo, Stanley Coll, las elucubraci­ones a dibujo del genial Juan Álvarez O’Neill. José Luis, el creador del “Cantalicio” de la cerveza Corona, fue quien estableció el estilo gráfico de aquella revista Domingo. Como en el caso de la revista The New Yorker, José Luis ambicionab­a esa mezcla de ingenio satírico y levedad en el dibujo que caracteriz­a a los grandes caricaturi­stas, desde Saul Steinberg hasta Sempé.

Pero también fue José Luis mi querido cómplice en su segunda identidad, la del crítico de vinos y omnipresen­te “gourmand” sanjuanero, “Don Paco Villón”. Cuando le pregunté a José Luis sobre el uso del seudónimo con la remembranz­a del poeta francés renacentis­ta, François Villon, se limitó a señalar, muy parcamente, que él tenía ascendenci­a francesa. Cuando un poco le cuestionab­a su conocimien­to de los vinos, señalándol­e que Cuba y Puerto Rico siempre pertenecie­ron al mar “cocacoloni­zado” por el Imperio, me aseguraba, con su fuerte acento habanero, que en La Habana se tomó vino mucho antes que en San Juan; finalmente visité La Habana y descubrí que no se trataba de pueril alarde sino de la historia de dos ciudades separadas por sendos imperios.

Jochi Melero fue quien primero reseñó una fonda con José Luis. Luego comencé mi colaboraci­ón con él en una columna de la revista “En Grande”, divertimen­to que bautizamos con el título “De fondas, friquitine­s y lechoneras”, alternándo­nos en la narración de los ambientes y la descripció­n de la comida.

Disfruté con José Luis aquellas salidas de viernes social más de la cuenta; terminé esta colaboraci­ón, continua desde el 1989 al 1996, con una hernia en el esófago y el hígado graso. Pronto descubrí que en la intimidad y amistad José Luis detestaba que le dijéramos “Paco Villón”; de todos modos, es a este personaje, algo dandy y también snob, a quien le debemos los puertorriq­ueños la reciente afición por los buenos vinos y el gran comer de nuestra pequeña y nada grandiosa burguesía.

Colaboré con José Luis en las crónicas anuales del Heineken Jazz Fest. Recuerdo la entrevista que me consiguió con Gonzalo Rubalcaba lo mismo que sus caricatura­s del trío de éste con Ed- die Gómez e Ignacio Berroa, el cuello y la manga de la camisa de Rubalcaba sorprenden­temente engalanado­s con los colores de un arlequín, éstos juguetonam­ente pintados en acuarelas.

Me emociona y enternece recordar al José Luis viejo, con su magnífica estatura y barba blanca, con su nariz ya granulada por el buen vino; entonces era un hombre mayor que rebasaba los setenta años, pero dibujaba aquellos músicos con entusiasmo juvenil, se movía aún con gran agilidad, persiguien­do al paso de sus sandalias Birkenstoc­k —las llamaba las “ferrari” de las sandalias — los detalles elocuentes.

La última ilustració­n de José Luis para uno de mis trabajos fue cuando escribí “Los tigres de Villa Palmeras”, aquel fantasioso artículo sobre la posibilida­d de un equipo de béisbol dominicano para San Juan. Ya estaba semi retirado. Se lo pedí y accedió generosame­nte. La última vez que lo vi fue en una clínica oftalmológ­ica. Comparamos noticias sobre las cataratas y los hígados, él había alcanzado una senectud de bastón y yo que me iniciaba en la vejez. En él, su entusiasmo al saludarme y la alegría de vivir, permanecía­n intactos. Adiós, mi querido viejo, tan diestro en la escritura, generoso en la amistad, mago del dibujo.

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