El Nuevo Día

Había una vez un circo

- POR LAS TRES

La más débil de todas las bocinas antes escuchadas por Manuel sonaba a su lado. Era como un aguaje, como el recordator­io de algo venido a menos. A mucho menos.

Pensó en el bochorno que implicaba sonarla. En el valor que debía tener el conductor que exigía atención con aquel chorrito de sonido.

Pero el conductor la usaba a manera de aplauso porque frente a ellos en el semáforo, un joven se balanceaba en un monociclo al tiempo que manejaba tres bolas en neón con las ma- nos que le quedaban libres.

La coordinaci­ón era envidiable. Piernas y manos se movían como reloj suizo para que no se alterara ni el ritmo de la única goma del monociclo ni el sagrado orden en que las bolas de goma caían en su mano mientras las otras se mantenían en el aire.

La bocina suena otra vez y a Manuel lo agobia la vergüenza ajena. Sonó a manera de alerta porque el artista del circo de la calle estaba por pasar un trago amargo.

Una piedrita se metió en su camino. Bueno, en el de la veintiúnic­a goma de su monociclo lo que anticipaba no solo una caída estrepitos­a sino el fin de esos minutos de alegría.

Al ver que la bocina no llamó la atención del artista circense, el conductor usó otro recurso.

-Cuidado con la piedra, cantó el dueño de la bocina blandengue no solo con una correctísi­ma dicción sino además con un vozarrón de tenor.

El artista paró en seco. Las bolas de plástico cayeron a la brea y dirigió una mirada de sorpresa al conductor.

-Tan, tan, dijo el artista agradecién­dole con una reverencia.

Desde los demás carros se escucharon aplausos. Fin de la función.

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