Elogio de la destrucción
Estamos hablando, no de rescatar, sino de devolverle a la vida su derecho al espacio y, a nosotros, el derecho de habitarlo
Como hubiera dicho Rubén Darío de haber leído El castillo, “¿quién es que no es kafkiano?” Y debo decir que el obstáculo mayor para mantener al autor de La metamorfosis dentro del canon literario ha sido lo “menor” que luce su escritura: su esfuerzo por escatimar la trama y los recursos literarios, la ausencia de heroísmo, las escasez de situaciones flamantes, la falta de bravura, sus finales anticlimáticos y, en general, su prosa irremediablemente desinflada. ¿Por qué, pues, aún somos fervorosos lectores de Kafka?
La respuesta está, quizás, en la búsqueda de personajes y de tramas similares a nuestras vidas grises. Estamos a punto de ser lo que Robert Musil llamó “el hombre sin atributos” cuyo papel social siempre está vacante, disponible para ser ocupado por cualquiera. Hay un pesimismo entre nosotros que nos acorta la visión, que desata nuestro egoísmo. Vivimos vidas “menores” pero no sabemos lo que sabía Kafka: convertir “lo menor” en gran literatura.
¿Y qué es una literatura “menor”? En su famoso Kafka: Hacia una literatura menor (publicado originalmente en 1975), Gilles Deleuze y Felix Guattari la definen como literatura escrita en una “lengua mayor” —incluso en la lengua del colonizador— desde una posición minoritaria o marginal que tiene el efecto de apropiarse de esa lengua para sus propios fines. La lengua mayor queda “desterritorializada”, se le roba su espacio. Es “menor” también porque todo en ella está predicado en lo social y es, por lo tanto, “política”. Además, es una literatura “colectiva” y, sobre todo, activamente solidaria. Se escribe desde los márgenes para expresar que “otra” comunidad es posible.
Es desarrollando las consecuencias de esta “minoridad” que Jill Stoner propone una “arquitectura menor” que oscurece la figura del arquitecto, replantea la función y la materialidad del edificio y recodifica los espacios vacíos, subvirtiendo así los grandes mitos de la arquitectura: solidez, permanencia, carácter patrimonial innato y su atávica relación con el poder. La “arquitectura menor” tendería a desmaterializar el mundo construido, a dirigirse —mediante una estética de la substracción— a la vida, y no a las cosas.
La “arquitectura menor” elimina el exceso aplicando “mecanismos substractivos” para desmantelar los objetos culturales hinchados de simbolismo y recargados de falsas funciones que no atienden las necesidades concretas de sus usuarios. La consigna de esta arquitectura “destructiva” sería “hacer espacio”. Así, lo “destructivo” se volvería “constructivo”. La “arquitectura menor” operaría desde fuera de la profesión y de los paradigmas críticos, para traba- jar dentro del cuerpo mismo de los edificios.
Para lograr esto, Stoner busca desmitificar la barrera entre interior y exterior afirmando que ningún edificio está cerrado y completo, y que en ellos la puerta es el síntoma de un espacio que podemos mantener continuo o interrumpido a voluntad. Se insinúa que, si la puerta fuera el elemento primario de la arquitectura, abrir la puerta sería, literalmente, destruir el edificio en aras de un espacio más inclusivo, es decir, menos “edificado”. Quién sabe si, en este contexto, habría que darle un nuevo significado al “vandalismo”…
Una vez la puerta atente contra el privilegio alegadamente protector del muro, se habrá puesto en cuestión también el mito del objeto, pues ya el edificio consistiría más vanos y huecos en su superficie, y menos en “objeto” cerrado lleno de su propio significado. Desaparecido el objeto arquitectónico, esta “arquitectura menor” se volvería invisible, pura multifuncionalidad.
Con el objeto se iría también el mito del sujeto, y se resignificaría nuestra relación con el mundo de lo natural, pues abriría las puertas —literalmente— a que interior y exterior operaran como una continuidad y no como mutua exclusión. Transformar edificios abandonados en espacios de vida, y dar oportunidad a la materia arquitectónica para que nos vuelva a servir de hogar, replantear las funciones de tantos y tantos edificios dilapidados, va más allá del mero reuso. Estamos hablando de nuevas políticas —necesarias, colectivistas—, no de rescatar, sino de devolverle a la vida su derecho al espacio y, a nosotros, el derecho de habitarlo.