Sin insultos
Nunca la verdad es insulto y me explico. El próximo mes -el 25- se cumplen 36 años desde el día en que llegué a Puerto Rico para quedarme para siempre, lapso en el que he sido testigo y de alguna forma protagonista –como todos los que aquí vivimos- de la transformación histórica que sin duda nos ha conducido al momento de mayor erosión social, política y económica, como resultado de los gobiernos fallidos que se han alternado en el poder.
Antes de seguir, una aclaración a quienes piensen que por haber nacido en México no tengo derecho a hablar de esto. Sí, lo tengo: durante más de tres décadas y media he vivido en la Isla, he trabajado aquí por una mejor sociedad, he contribuido con mis impuestos a mantener a esos gobiernos sin obtener nada –absolutamente nada- a cambio y la inmensa mayoría de mis afectos –hijos, esposa, amistadesson buenos puertorriqueños que –dicho sea de paso- en nada se parecen a quienes se turnan cada cuatro años en el Gobierno para –con contadas excepciones y haciéndose llamar “honorables”- perpetuar la porqueriza en la que han convertido el Capitolio y lo que en su entorno gravita.
Nunca la verdad es insulto. Jamás había percibido una atmósfera social tan cargada de desesperanza, realidad cuyo crédito no es de uno solo, sino que está bien repartido entre las administraciones cuyos colores –rojo y azul- se han alternado en el poder y que nunca acaban de culparse mutuamente por el pecado original. Gobernadores ineptos y legislaturas corruptas han sido los autores del libreto de nuestra tragedia en los últimos años en una constante que se ha agudizado a un nivel que es ya patético.
Porque gobernar bien no es cosa de ser buena gente y bien parecido. Hacen falta otros atributos –nunca la verdad es insulto- y sé que muy cerca de quien se supone debería ser el líder de este país-isla-colonia hay alguien que aprecio, muy inteligente y que –aunque le duela- muy en su interior debe estar de acuerdo conmigo.
El autor es periodista.