La rabia es una ausencia
Al meditar, comencé a entender que mis emociones no eran buenas ni malas, simplemente eran parte de mi experiencia humana.
Con algunas me sentía conectada con mi esencia y con otras me desconectaba de mí misma. El denominador común era que todas llegaban, emergían en mi campo de conciencia y luego se disipaban, como visitantes de humo que arribaban, exudaban sus aromas, y se disolvían.
El poeta persa Rumi lo describió en su Casa de huéspedes: “Esto de ser humano es similar a una casa de huéspedes. Todas las mañanas, una nueva llegada. Una alegría, un abatimiento, una malevolencia, un momento de despertar pasajero llegan como visitantes inesperados. ¡Dales la bienvenida y recíbelos a todos! Incluso si es una muchedumbre de preocupaciones que forzadamente vacía tu casa de sus muebles. Trata a cada huésped honorablemente, ya que podría estar vaciándote para una nueva delicia”.
Mi maestro de meditación expuso los pasos de ese proceso: ponerle nombre al estado mental o emoción, permanecer atenta a ella mientras atraviesa mi campo humano y volver a mi respiración, regresar a mi cuerpo-hogar.
Entendí algunas emociones como círculos completos: amor, compasión, gentileza; y otras como insatisfactorias: aferramiento, aversión, agitación, duda. En vez de fingir que no estaban ahí y azucararlas con una sonrisa, familiarizarme con las emociones difíciles les quitaba poder.
Decidí conocer la rabia que me había habitado, sentarme con ella y escucharla. Se había vuelto enorme en mí porque ponía todas mis energías en tenerle aversión y proyectarla fuera de mi cápsula humana.
Comprendí al rencor como una ausencia del Ser, un absen- tismo de conciencia. Creció como maleza salvaje en el lugar de mí en el que había comenzado a sembrar empatía y conexión interior; un proceso que se vio suspendido. Y eso mismo era la cólera: desconexión, una brecha, desconfianza en los demás, no encontrar el botón para encender mi luz, una interrupción de mi humanidad.
Por esos días asistí a una presentación de la autora estadounidense Sonia Choquette, quien narró la siguiente historia. Su hija disfrutaba de una cena con amistades en un restaurante con mesas al aire libre, cuando se acercó un vagabundo hablándole con demencia a los transeúntes y a los vehículos en medio de la calle. La joven lo invitó a sentarse en una mesa contigua y a pedir lo que quisiera. El mozo se sumó a la operación de ayuda y preparó la mesa con delantal, servilleta y sirvió lo que el hombre quiso. Aquel ser humano sin techo seguro, mal oliente y mentalmente desparramado, se tranquilizó.
Mientras comía, un peatón se bajó del autobús y lo reconoció: “¡Fulano, soy yo! ¿Qué te pasó?” Ambos se habían conocido en Vietnam y hacía mu- chos años que no se veían. El amigo le dio su información de contacto, le prometió ayuda y lo abrazó. La sanidad regresó a los ojos del vagabundo; todo lo que quería era que sus necesidades fueran consideradas y se fue calmadamente.
Conocí mi rabia como un puente roto, una desconexión de la Fuente que me lo podía dar todo, porque había creído que ese manantial estaba fuera de mí, en la idolatría hacia otros humanos. Pero nada fuera de mi cápsula humana podía llenar ese hueco de maleza quemada. Mi práctica consistió en estu- diar la emoción, aprender de ella, e integrarla a mi experiencia humana.
Leí a Robert Solomon, filósofo y autor del libro True to Our Feelings , en el que menciona que las emociones son motivo de investigación científica. No son algo que nos ocurre, y tampoco son irracionales en el sentido literal, sino la forma en la que juzgamos al mundo. Son estrategias para vivir. “El miedo, el coraje... el amor, la compasión, todas son esenciales para nuestros valores, para vivir felices y saludables”.
Las necesidades y emociones