CLÁSICA BARCELONA
Es una de las ciudades más populares y visitadas de Europa con una armónica combinación de sol, playas, cultura, historia y gastronomía
Con solo poner un pie en la activa capital catalana sus calles y encantadores barrios atrapan al visitante. Cada distrito es un pequeño mundo en esta alegre, distendida y cosmopolita meca de inmigrantes de todo el mundo. Antiguamente los barrios de la ciudad eran municipios independientes, pero en los siglos XIX y XX fueron añadidos a Barcelona preservando su identidad y funcionando autónomamente. Además de caminarla, una buena opción es conocerla en bicicleta, gracias al sistema ‘bicing’, un servicio municipal de alquiler de rodados para los residentes.
De los diez distritos que forman la sexta ciudad más poblada de Europa, el más antiguo es Ciutat Vella, que abarca todo el casco histórico y aglutina los barrios del Raval, el Gótico, la Ribera y la Barceloneta. Uno de los más emblemáticos es el Gótico, el núcleo más primitivo, donde están la mayor parte de las calles y edificios más significativos históricamente. Curvas, mágicos rincones, paredes coloridas con graffitis, pequeños balcones con ropa colgando y algún café perdido por ahí forman la telaraña de callejuelas del Gótico. Su trazado permaneció intacto hasta el siglo XIX, cuando se hicieron grandes cambios en la estructura barrial derribando murallas, convirtiendo cementerios parroquiales en plazas públicas y vaciando grandes edificios que cambiaron de destino.
RAVAL, EL “BARRIO CHINO”
Luego le sigue el Raval, surgido a raíz de la ampliación de las murallas medievales. Aquí se siente una atmósfera muy particular dada la convivencia de lugareños e inmigrantes, un crisol de razas que salta a la vista al recorrer las calles pobladas de comercios de todas las nacionalidades. Entre 1770 y 1840 llegó la industrialización y con ella las calles, las fábricas y las viviendas para obreros que necesitaban estar más cerca de sus trabajos. Paulatinamente el barrio se convirtió en el más densamente poblado de Europa: hasta el más mínimo espacio era aprovechado para edificar. El siguiente cambio vino de la mano de las revueltas obreras contra la mecanización, sumadas a varias epidemias de cólera que fueron razón suficiente para derribar las murallas en 1859, permitiendo la expansión urbana. A comienzos del 1900 el Raval era un barrio residencial obrero en la periferia, pero poco a poco se convirtió en un suburbio de viviendas para clases populares. Sin embargo, pronto se ganó el apodo de “Barrio Chino” debido al amontonamiento, la estrechez de sus calles, su cercanía con el puerto y la proliferación de bares y prostitutas. El barrio siguió decayendo luego de la guerra y la miseria de posguerra. A partir de la década del 30 se empezaron a pedir mejoras y recién en los años 80 se impulsó una política de reformas y apertura de espacios recuperando además la denominación original de Raval.
Yendo al mar está la Barceloneta, barrio marinero del siglo XVIII que albergaba a los habitantes de la Ribera que habían perdido sus viviendas (demolidas para erigir una fortaleza donde hoy está el Parque de la Ciudadela). Como en otras partes de Barcelona, con la industrialización brotaron fábricas hasta que, con la caída de las murallas y la llegada del tranvía, la Barceloneta industrial y portuaria dio paso al actual balneario. Por su rambla la gente anda en bicicleta, rollers o camina al sol frente al Mediterráneo.
Por último, el barrio más pequeño es el de Gràcia, que comprende la antigua Vila de Gràcia, población independiente y gitana añadida a Barcelona en 1897. La concurrida vida en sus callejuelas –con bares, restaurantes y comercios– lo
convierten en uno de los lugares más atractivos, con carácter propio y hogar del bello, colorido y singular Parc Güell.
ENTRE EL MERCADO Y LOS MUSEOS
Uno de los paseos clásicos de La Rambla es La Boquería para degustar un buen sandwich de jamón ibérico. Con más de 300 puestos surtidos de productos locales y extranjeros, el Mercado de San José o La Boquería es el más grande de Cataluña. Nació en una de las puertas de la antigua muralla (Pla de la Boquería), donde los vendedores ambulantes y los campesinos de otros pueblos y masías de la zona se instalaban a vender sus productos. Hoy este edén del jamón crudo y los embutidos ofrece excelentes pescados frescos y buenas carnicerías con cortes de carne uruguayos y argentinos.
Para amantes de museos, dos merecen ser visitados sin falta: el de Picasso y el de Miró. En el Museu Picasso se pueden conocer los inicios del genio malagueño con una colección de más de 3,500 obras del período 1890-1917. Picasso entró en contacto con el arte desde muy pequeño, ya que su padre era pintor, profesor de Bellas Artes y conservador del Museo Municipal de Málaga. El museo está en la calle Montcada de la Ciudad Condal y abrió en 1963 gracias a Jaime Sabartés, amigo personal y secretario del artista desde 1935, quien quería dedicar un museo al pintor. Si bien la idea era hacerlo en Málaga, el propio Picasso quiso hacerlo en Barcelona. Entre las obras más destacadas se encuentran el Arlequín, varias del Período Azul y la Época Rosa con saltimbanquis y personajes circenses, una serie de 58 cuadros sobre las Meninas de Velázquez y valiosas piezas de cerámica. Y, además del museo, vale la pena ir para conocer el lugar donde enclavan cinco grandes palacios de estilo gótico civil catalán de los siglos XIII y XIV que ocupan más de diez mil metros cuadrados.
Por su parte la Fundación Joan Miró se inauguró en 1975 y posee algunas de las obras más representativas del pintor español, con una colección de más de diez mil piezas (la más grande del mundo). El propio Miró pensó en crear la fundación para dar a conocer las tendencias del arte contemporáneo. Ubicado en plena montaña de Montjuic, el edificio es un gran espacio abierto con terrazas y patios interiores, un hito arquitectónico de Josep Lluís Sert, amigo personal de Miró.
PARQUES PARA TODOS
En la cuna de Gaudí y sus grandes obras como la Sagrada Familia, la Casa Milà y la Casa Batlló, todo tiene sello propio con barrios, calles, bares y negocios. Lo mismo ocurre con dos de los parques más emblemáticos: Parc Güell y el Parque de la Ciudadela.
El primero lleva el nombre de un rico empresario catalán, Eusebi Güell, que fue mecenas de Antoni Gaudí y le permitió al arquitecto hacer muchas obras. Este peculiar parque se construyó entre 1900 y 1914 y si bien el monte donde está estaba destinado a una urbanización de categoría, por un revés económico devino, afortunadamente, en el lugar que miles de visitantes recorren hoy. El proyecto de urbanización se canceló por la Primera Guerra Mundial y años después el Ayuntamiento decidió hacer un parque público. Su privilegiada ubicación hace de este espacio un remanso de paz a minutos del frenesí de la capital catalana. En su proyecto, Gaudí se había inspirado en las ciudades-jardín inglesas y su objetivo era una integración perfecta de sus obras en la naturaleza. Aquí se combinan llamativos elementos: ausencia de ángulos rectos, formas ondulantes que semejan ríos de lava, paseos cu- biertos con columnas que se inclinan como palmeras e imitan árboles y estalactitas. Por último, un hermoso detalle son los coloridos mosaicos hechos con trozos de cerámica y vidrio. Si bien los arquitectos modernistas alentaban el uso de baldosas cerámicas, el creador de la inconclusa Sagrada Familia fue más allá y usaba piezas rechazadas, fragmentos de tazas y platos de café para hacer collages gigantes. Se los puede apreciar en la parte central del parque, en una inmensa plaza cuyo ondulado borde de 150 metros sirve de banco-mirador hacia Barcelona. Y también se encuentran en la Sala de las Cien Columnas que sostiene a la plaza, cuyo techo tiene rosetas decorativas y en la escalinata de la entrada principal, dispuesta simétricamente alrededor de una escultura de salamandra que se ha convertido en el emblema del jardín.
Por su parte, el Parque de la Ciudadela fue, por largo tiempo, el único espacio verde de Barcelona. Construido en el antiguo solar de la fortaleza local, está emplazado en la Ciutat Vella. La ciudadela fue erigida en 1716 por el rey Felipe V para mantener el control local, motivo por el cual se transformó para la población en un odiado símbolo del gobierno central. En 1843 fue derribada y luego donada a la ciudad, hasta que, con motivo de la Exposición Universal de 1888, se encargó la construcción del recreo. Muchos pasean a sus perros, algunos descansan recostados en el césped, otros meditan, leen, toman algo o, simplemente, observan a los malabaristas. Y domingo tras domingo –desde las cinco de la tarde– la escena se repite, mientras Barcelona se calma y se toma un respiro.