El Nuevo Día

¡Levántate!

- EDW IN CUPERES VÉLEZ

Cuando creíamos que el culpable de la debacle en la opinión pública de Alejandro García Padilla eran las condenadas bacterias del Hospital de Carolina (hecho éste absolutame­nte escandalos­o y causa meritoria para destituir al temible secretario de la Salubridad del Estado) aparece en el horizonte oscuro de nuestros bolsillos el rostro juvenil de un tecnócrata sabihondo, un defensor a ultranza de la corporació­n que dirige con puño de hierro, un graduado del MIT, con el nombre bíblico de Alberto Lázaro.

Quizás al Lázaro resucitado podemos excusar de haberse levantado de la tumba con la conciencia dormida por sus días de asueto en el Más Allá, de andar como un bobo por las calles de Betania, rascándose una nalga que días antes ya estaba podrida, antes de que Jesús ordenara su salida del sepulcro.

Pero este Alberto Lázaro que nos ocupa parece ajeno a las preocupaci­ones y vicisitude­s de un país donde el agua que nos da el cielo de gratis cuesta más que el petróleo de Arabia. Anda por ahí, rascándose sabe Dios qué, como si, en efecto, todavía estuviera dormido en los silencios de la muerte y no escuchara la gritería que con sus designios de dictador ha provocado.

Alberto Lázaro tiene un rostro mecánico, imperturba­ble, uno de esos rostros que no depende de nuestros votos para entristece­rse o alegrarse. Al parecer, le importa un comino la tristeza o alegría de su jefe político, Alejandro, y menos aún el ánimo alicaído de un pueblo hastiado de los aumentos del agua, que Lázaro acaba de anunciar con su frío temple de zombi y su tenue sonrisita de sonámbulo.

Acaso Alberto Lázaro debiera tomar estas palabras como una profecía. Y Alejandro también. El gobernador debe clamar, como otrora el Salvador: “Lázaro: ¡levántate! ” De otro modo habrá que buscar otra historia bíblica, aquélla en la que pedían una cabeza en bandeja de plata.

Esto es sólo una parábola: la parábola de la decepción, del abuso, de la dejadez de un príncipe en cuyas insensatas manos está el destronami­ento de su rey.

El autor es escritor.

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