Desiderátum
Las Navidades me han pillado fuera dos años seguidos y este frío me cuesta: un siglo para salir de la cama y otro para emerger de la ducha. Mi gato se esponja de pelusa armada para sobrevivir la helada temperatura cual paladín soñador del verano. Y la nieve sigue cayendo.
De romance a lo Fela poco. Llega el día anunciado y llueve hielo en copos. Dos días más tarde, el idílico cojín de alegría celestial que hace deslizarse a trineos, se transforma en un bache hediondo curtido de fango, orín de perro y excrementos. Un arco iris de posibilidades innecesarias.
La nieve tiene un efecto extraño. Hasta el hereje se persigna antes de enfrentar las escaleras que conducen al metro. Empinadas y revestidas de agua mugrienta es un riesgo calculado: no se sabe si lo mismo se continúa hacia el destino o se resbala hacia olvido en un traspié. Para aterrizar en una plataforma donde el colmo es que las vías estén nevadas.
Se pasa de las Navidades al interminable invierno. La supervivencia es vicaria. Se calienta el alma sorbiendo fotos playeras con palmeras en Culebra de algún dichoso en Facebook que nos echa fiero a sabiendas.
El calor del junte, la música, cocinar, convidar, quedar y celebrar, nos se improvisa un 31 de emergencia para reavivar el recuerdo y rescatar a compatriotas del helado infierno. La vivencia caribeña sigue afincada en el hábito que la nieve no lava, la temperatura no cala y el recuerdo hala.
Aunque 100 veces por 35 el sociópata interno que todo lo critica se desboque en que son sólo “constructos” sociales, se añora. Porque el nuevo año comienza “de averduras” el Día de Reyes desayunando en casa de Abuela.
El olor a lluvia, viento de agua, chubascos impromptu, la familia, la rutina, los amigos y esa canción de Rubén Blades en el alma, nos obligan a recrear las recetas boricuas donde quiera que estemos. Tostones y celebraciones por los siglos de los siglos. Amén.
La autora es traductora y escritora.