El Nuevo Día

Zapatillas de memorias

LA EXPRIMERA BAILARINA DE BALLETS DE SAN JUAN, ANA MARÍA CASTAÑÓN, HABLA DE VIVIR CON ESE ARTE EN EL QUE “UNO TIENE LAS EMOCIONES EN LA SUPERFICIE”

- POR CARMEN GRACIELA DÍAZ Especial El Nuevo Día ENTRE FUNCIONES

Es posible caminar liviano, como una pluma. Mahones, una blusa, tenis -que luego cambiará por unos tacos cuando la cámara se asome-, y verse delicadame­nte elegante es parte de su arte. Ana María Castañón, exprimera bailarina de Ballets de San Juan, lleva lo que llama su atuendo “de trabajo”, pero sus manos tienen la expresivid­ad que aunque intentara disimular, se haría presente. Las manos son esenciales en el baile, y ella al conducirse lo demuestra aunque no pronuncie una palabra.

Hay décadas de puntas, de pasos, de de rigor, de dolor, de piruetas, y de alegría en ese cuerpo que hoy se contonea como maestra en esa estructura en Santurce, Ballets de San Juan, que ha sido uno de los hogares de su trayectori­a, cuando llegó allí en su adolescenc­ia. Similar a otras, esta no es una carrera que se distinga por la sencillez o la pasividad. La danza es una vocación, como articula.

“El ballet hay que comenzarlo

Pas de deux,

desde chiquita, y se convierte en una pasión. Le tiene que gustar a uno mucho porque esta carrera no es fácil pero es algo que uno disfruta mucho y llora mucho. You know, you take the

good, the bad and the ugly pero si a uno le gusta no hay nada mejor que trabajar en lo que a uno le llena espiritual­mente”, explica Castañón con la certeza de quien eligió el camino que a pesar de sus piedras y escollos, es el que verdaderam­ente le produce gratificac­ión y honra.

Al igual que cada oficio posible, en la danza hay luces y sombras, y cuando hace balance, Castañón se divierte al soltar que en el ballet son “más dramáticos” en contraste a otros. “¡Artistas al fin, artistas al fin!”, dramatiza. “Cuando estamos contentos, estamos súper contentos. Cuando estamos deprimidos, estamos súper deprimidos, en el hoyo. Si uno baila y actúa o cualquier cosa que tenga que ver con el arte teatral y no hay esa emoción, no se transmite al público”, reflexiona tras decir que en el teatro en general “uno tiene las emociones en la superficie”.

Se le pone la piel de gallina y se pasa la mano en un intento por contener las emociones. “Ay, es verdad, uno tiende a ser un poco más sentimenta­l pero también cuando uno tiene una de esas funciones en que todos los astros se alinean y todo salió perfecto, esa satisfacci­ón de, a lo mejor, cinco o diez minutos que tuviste, te dura años. Es decir, hay que coger las verdes por las maduras”.

No es exageració­n las consecuenc­ias de esos minutos de triunfo en la vida de un artista, sea bailarín o no, a los que alude Castañón. Tal vez, si recurrimos al amor, todos nos podemos encontrar en la eternidad de un instante que, en la vida de baile Castañón, se ha multiplica­do.

Nacida en Cuba, Castañón llegó a Puerto Rico de niña con su familia. A los ocho años comenzó en la carrera de la que ella no se despega bajo la tutela de Myrta Esteves. Y como quien abraza las casualidad­es, dice que sus estudios iniciaron porque su vecina iba y se ofreció a llevarla.

“Total que todas mis compañeras de aquella época se retiraron y la única que sobrevivió las generacion­es fui yo”, asevera con aire triunfante, en un banco de Ballets de San Juan, porque eso de sobrevivir está íntimament­e ligado a su arte de décadas de alcance y consecuenc­ias.

A sus 16 años hizo su entrada a Ballets de San Juan, y sostiene que desde temprano tuvo papeles de coro y solista. “Mi primer principal fue Cascanuece­s y

Cenicienta . Cascanuece­s , por supuesto. Sugar plum. Qué te puedo decir. Lo he bailado tanto que ya no puedo”, acepta.

Cuando mira atrás, expone que “han sido tantos” los momentos de su recorrido que la han marcado, pero reconoce que uno de los que más satisfacci­ón le provocó sucedió en 1977 cuando bailó su primer La

go de los cisnes, completo, con Ivan Nagy, exprimer bailarín de American Ballet Theatre.

“Aparte de que fue la primera vez que en Ballets de San Juan que trajeron un artista invitado, pero a bailar con nosotras de Puerto Rico, porque anteriorme­nte traían una pareja invitada y esa fue la primera vez que trajeron una estrella internacio­nal”, relata aún entusiasma­da.

Las lastimadur­as en el baile son gajes del oficio. Lo mismo que los deportista­s. El bailarín que no se haya lastimado, que no se haya caído, pues no ha bailado”.

“Me acuerdo que el eslogan (del evento), de Guastella Films, era “respalda el talento puertorriq­ueño” y las funciones estuvieron sold out en el teatro de la Universida­d de Puerto Rico. Yo había hecho papeles principale­s pero no Lago (de los cisnes) completo, que para mí es el

non plus ultra de los ballets y hacerlo con Ivan Nagy”, menciona de aquellas funciones quien manifiesta coqueta, que “era bello”, y sin pudor añade entre risas que “eso ayuda”.

Su tono pícaro se nubla cuando piensa sobre el estado de la danza en Puerto Rico y cómo ante panoramas álgidos en un país, las artes son de los primeros entes en sufrir el embate de una crisis económica.

“Tuve suerte en mi época que hubo un gran auge de ballet. No hay nada más fabuloso que hacer funciones en Bellas Artes que estén llenas y a veces me da pena que veo funciones de otras compañías, compañeros míos, y como que el público no va”, dice quien siente que en ese momento, entre otros factores, pudo ayudar a su alcance que Ballets de San Juan hizo televisión y actividade­s populares como piezas con temas puertorriq­ueños con coreografí­a de Ramón Molina como el de Julia de Burgos, Julia (1984), con música de Alberto Carrión y Wisón Torres, la voz de Lucecita Benítez, o el de Sylvia Rexach, Sylvia (1985), con Sharon Riley y la música de Rexach y Alberto Carrión.

“Llegamos al pueblo y no tan solo a la élite que a lo mejor te va a la ópera y al ballet”, observa del éxito popular de aquellas propuestas escénicas.

A Castañón la escucha desde una esquina, discreto pero cercano a ella, su esposo, el exbailarín Leslie Howard. Ríe cuando la ve desplegar su naturalida­d ante la cámara, y comenta que ella nunca es aburrida. “She's my girlfriend. Nunca se convirtió en mi esposa”, expresa de la bailarina con quien se casó en 1991 y con quien compartió, entre otras aventuras, el escenario, las luces y los aplausos.

CAÍDAS Y EQUILIBRIO

Su edad, como ocurre con divas de distintos renglones del arte, es como un secreto de estado. La tarea de poner números, esos marcadores de la vida, se consigue cuando relata el capítulo en el que entró a la Universida­d de Puerto Rico donde estudió un bachillera­to en Idiomas. “¿En qué año fue eso?” “Ay niña, yo entré a la universida­d en 1970”, responde y se ríe como para espantar el dejo de esa pregunta.

“Estudié francés, alemán y ruso. No estudié porque quería ser abogado ni médico sino para complacer a mi familia. Entré a la universida­d sin saber que quería estudiar y decidí irme por Humanidade­s”, explica quien agradece los consejos que sus padres le dieron en “aquellos momentos de depresión” y subraya que lo único que le pidieron fue emprender estudios universita­rios.

“Que sacara una carrera porque mi papa decía, ‘¿y si, Dios no lo quiera, tienes una lastimadur­a grande y no puedes seguir bailando?’ Y así lo hice”, indica.

Sus pasos los dio en Ballets de San Juan pero también en Estados Unidos. Fue, por ejemplo, solista principal del Pittsburgh Ballet Theatre, y más tarde regresó a Puerto Rico y bailó en Ballet Teatro Municipal de San Juan.

“A esta edad no se habla de edades”, dice en tono de broma. “Pero estuve bailando hasta los 42 años, profesiona­lmente. Es decir, en el escenario”, señala al reflexiona­r

que tuvo “una carrera, gracias a Dios, muy larga” para bailarina de ballet. Es que, como da cuenta el periódico británico de artes escénicas The Stage, el retiro para un bailarín suele llegar alrededor de los 35 años con algunas excepcione­s que continúan hasta sus 40 tardíos.

En ese trayecto de exigencias, en el que el cuerpo deja de ser para convertirs­e en un instrument­o poético, Castañón no ha estado exenta de drama y caídas. Sin embargo, el rigor actúa como el mejor escudo y apoyo.

“Lo más importante es el entrenamie­nto y tratar de que cada vez que uno vaya a hacer algo tener el cuerpo lo suficiente­mente caliente, estirado y preparado, para hacer los movimiento­s que se exigen. Pero las lastimadur­as en el baile son gajes del oficio. Lo mismo que los deportista­s. El bailarín que no se haya lastimado, que no se haya caído, pues no ha bailado”, detalla con una carcajada que reta al que piense lo contrario.

Los dolores han sido parte integral de ese gozo que es privado y público gracias al aplauso, pero Castañón agradece la experienci­a que le permite distinguir entre “el dolor bueno”, producto del trabajo fuerte, y aquellos provenient­es de lastimadur­as, de caídas, que dejan a cuestas vendajes en la rodilla o tobillo con los que ha tenido que bailar en más de una ocasión. Es que, como medita, mientras más se está en el escenario, más se aprende.

En su ruta también ha debido aceptar que el cuerpo no produce dos funciones iguales y, por ello, el afán de perfección y la bailarina deben encontrar un medio camino.

“El cuerpo no está igual todos los días. Tienes que entrar y decir: ‘Es una nueva función y voy a hacer lo mejor que puedo en el día de hoy como esté mi cuerpo. Estén los astros alineados o no’. Pero eso uno no lo sabe cuando tiene 20 o 21 años, y no sabes cuánto lloré porque había hecho una función fabulosa y al día siguiente me caí porque traté de repetir lo que había hecho. Eso sucede”, asegura y con su tono caracterís­tico se acuerda de los pesares de la juventud que esta carrera le ha traído.

“Ay Dios mío, cuántas lágrimas derramé. No puedo contarlas porque llenarían el Lago Guajataca”.

Pese a las lágrimas, aún se pone las zapatillas pero como otros bailarines, tiene en la coreografí­a y en la enseñanza otro derrotero. Dice que le encanta enseñar en lo que se enfoca: niñas precompañí­a que tienen una base sólida y a las que les pule su técnica. “Me da mucha satisfacci­ón cuando alguna de mis estudiante­s me hace caso y uno ve la corrección que uno les dio. A lo mejor no en uno o dos meses, pero después de tres meses uno ve la mejoría y funciona”, articula quien enseña desde sus 13 años.

Es un gusto de larga duración pues, como cuenta, cuando entró a Ballets de San Juan, Ana García, -fundadora de la compañía en 1954 junto a Gilda Navarra- la puso a enseñar como también hicieron otras bailarinas como Vanessa Ortiz, María Teresa del Real y Sharon Maldonado.

Después de terminar la entrevista, se cambia y se pone un

unitard con el que es, a leguas, feliz. Baila y congela poses. Baila y congela poses. Camina como el que recorre su casa porque, como dijo un rato antes, “el estudio se convierte como si fuera tu segunda casa”.

Equilibrio y sonrisas. Los espejos y las barras son parte de la decoración del lugar que por décadas ha sido suyo. Al bailar demuestra que los años no son una desdicha, que la experienci­a tiene lozanía, y que como escribió Ángeles Mastretta en una historia de danza, quizás Castañón entiende bien eso de decir “ninguna eternidad como la mía”. Baila y lo deja sutilmente claro, como una pluma.

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