Pedófilos
Por más que los ideólogos de la cristiandad se afanen en “interpretar” la palabra de Dios, descifrar los misterios de sus silencios y omisiones, ambigüedades y contradicciones, y fijar significado trascendental a sus intenciones, lo cierto es que no existe referencia en las “sagradas escrituras” que condene la pedofilia, en cualquiera de sus manifestaciones.
Pero el problema de fondo no es teológico, sino político. La Iglesia católica y demás sucursales de la fe cristiana se creen inmunes al ordenamiento constitucional de los estados de Derecho, y se reservan para sí la potestad de rendir cuentas sobre sus negocios, cualesquiera que estos sean. Tras el estribillo “el reino de Dios no es de este mundo” encubren violaciones a las leyes civiles y se creen exentas de sus autoridades fiscalizadoras. Creídas superiores al ciudadano común, porque se creen intermediarias elegidas y privilegiadas de Dios, celan una política gerencial de secretividad absoluta, subordinada a un poder transnacional privado, de gran influencia sobre la vida política y social.
La incidencia de eclesiásticos pedófilos es un problema más complejo que lo expuesto al juicio público en los medios. La prohibición de la pedofilia o pederastia es un arreglo jurídico o “pacto social” moderno, que la tipifica como delito en los códigos penales y castiga severamente con fuerza de ley, aun cuando el objeto “protegido” (“menores” de edad) de las tentaciones sexuales de sujetos “mayores” varíe arbitrariamente en cada país y época.
No obstante, la Iglesia tampoco está obligada a respetar los convenios sociales que resguardan las leyes civiles, si así lo determina la autoridad del Vaticano o demás “intérpretes” de la voluntad divina en los primitivos textos bíblicos.
La raíz del problema no está en los sujetos acusados de perversión, juzgados como criminales o diagnosticados como enfermos mentales. La Iglesia es un negocio privado y debe estar sujeta inexcusablemente a las leyes civiles y justicia seglar del Estado, porque sus dominios sí son de este mundo; y, aunque su Dios es imaginario, sus prácticas cotidianas afectan a personas reales, menores de edad y adultas.
El autor es doctor en filosofía.