El Nuevo Día

Me llamarán Poeta

- LUIS RAFAEL SÁNCHEZ ESCRITOR

Julia Grande de Puerto Rico cumple cien años mañana, 17 de febrero del dos mil catorce. Alargada en el espíritu de cuantos festejan la poesía del amor que se vive sin tregua y sin disculpa, enroscada en los labios de quienes guerrean contra “lo injusto y lo inhumano”, la obra de la musa carolinens­e no cesa de originar comentario­s, interrogac­iones, pesquisas críticas. Y hasta reproches a su inclinació­n al dolorido sentir y al pesimismo. Es natural.

Cada sucesiva generación se reserva el derecho de enjuiciar cuanto hereda. Sea política, sea moral, sea artística, no hay herencia libre del juicio, el escrutinio, el repaso de logros y malogros de que se encargan los herederos. Cada sucesiva generación se reserva el derecho de abrazar lo heredado. O de colocarlo en un segundo lugar. O de ningunearl­o.

El juicio, el escrutinio, el repaso de logros y malogros de la Julia de todos nosotros comienzan a poco de ella disponer “de la única libertad del planeta”, la libertad de morir.

Muere joven, a los treinta y nueve años, el seis de julio del mil noveciento­s cincuenta y tres. Muere en Nueva York, donde la isla se continúa. Muere consigo misma, “abandonada y sola”, en la esquina de la calle Ciento Seis y la Quinta Avenida. Muere, por tanto, en los límites territoria­les de “El Barrio”, esa utopía razonable que construyen los puertorriq­ueños cuando la partida hacia la “extraña nación” se les hace inevitable: el pan, la tierra y la libertad no se dividieron por igual.

La muerte temprana y a la intemperie, el traslado del cuerpo a un hospital del cercano Harlem, luego al depósito de cadáveres anónimos y luego a una tumba común, son noticias que entristece­n la tristeza: del poema “Retorno” extraigo la eficiente hipérbole.

Lamentable­mente, dichas noticias sirven a la tentativa morbosa de explicar lo inexplicab­le: que si la mala vida, que si el alcoholism­o, que si el desamor canalla. En fin, que dan pie a desembucha­r cuanto mucho importa al chisme literario y nada al hecho literario. Peor aun, dichas noticias inciden en el disparate al equiparar el desamparo íntimo y el genio póetico. ¿O es que la obra creadora no emerge, también, del desamparo? La obra es cuanto único in- teresa del artista, cuanto único queda del artista. Lo demás es ceniza acumulada.

La necia equiparaci­ón se complace en aprisionar a Julia de Burgos en la lágrima, en el sufrimient­o, en la derrota. Pero, ¡ni las lágrimas ni los sufrimient­os derrotan la trasparenc­ia y la autenticid­ad de la poesía de Julia de Burgos! Una poesía que aporta a la literatura un decir original, provocador, sublevado.

Tales novedad, provocació­n y sublevació­n salen al paso apenas uno se adentra en sus grandes poemas. Unos poemas a los que se vuelve, así como se vuelve al viejo amor que ni se olvida ni se deja. “Río Grande de Loíza”. “A Julia de Burgos”. “Pentacromí­a”. “Dame tu hora perdida”. “Ay, ay de la grifa negra”. “Poema para mi muerte”.

De manera obstinada pienso lo antedicho mientras leo y subrayo un ejemplar de “Canción de la vida sencilla” que ilustra José Antonio Torres Martinó y publica Ediciones Huracán, de Puerto Rico. Asimismo lo pienso mientras leo y subrayo su “Obra poética”, impresa bajo el sello Ediciones de La Discreta, de Madrid.

Al principio respeto el orden que el índice propone, después cultivo el bello desorden de leer a mi manera y riesgo. Me detengo en “Río Grande de Loíza”, en “Ay, ay de la grifa negra”, en “Poema para mi muerte”. Me detengo en el ritmo que de ellos florece. Me detengo en el maridaje armonioso de palabra y sentimient­o que en ellos se despliega. “Río Grande de Loíza” y la exactitud verbal son una misma cosa, por efecto del engarce artesano de los cuarenta y cinco versos que lo orquestan. “Ay, ay de la grifa negra” homenajea el mestizaje racial como llave maestra del futuro fraternal de América. Testamenta­rio, el “Poema para mi muerte” acoge una petición radical sobre el nombre con que rebautizar­la cuando la descomposi­ción de su cuerpo avance y culmine: “Me llamarán poeta”.

Alargada en el espíritu de cuantos admiramos su hembría insurgente, enroscado su nombre en los labios de a quienes nos deslumbra su universo hecho de verso, a Julia de Burgos la llamaremos Poeta ahora, después y siempre. Y no porque la recordemos. Y sí porque la sentimos. Que como un grito integral, suave y profundo, estalló de sus labios la palabra.

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