El Nuevo Día

Edad media

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El Gobierno no tiene el monopolio sobre la violencia: los bandoleros acechan vecindario­s, la iglesia sucumbe a la venta de indulgenci­as para mantener su precaria hegemonía y unos banqueros del otro lado del mundo dirigen nuestro destino económico como si fuéramos lo que en verdad somos, una pequeña marioneta manipulada por todos.

Hemos vuelto a la edad oscura, al período infantil que reclama con berrinches de alarma que alguien, sea Dios u Obama, nos ponga el biberón en la boca. Para los religiosos, cada anuncio de tormenta es una prueba de Dios para que afinquemos nuestra fe o una profecía cumplida del fin de los tiempos. Para los políticos este trago amargo supone la inminente necesidad de un cambio de estatus. Y allá abajo, en lo más profundo de nuestras calles convertida­s en cloacas por los irresponsa­bles de turno, está el boricua de regular acopio que escucha a uno y otro bando, escudado bajo la insignia insignific­ante de una bandera.

Es inescapabl­e que, como antaño, algo renazca, algo se reforme, algo evolucione. Pero para ello hay que acabar con los señores feudales, imponer la razón sobre la estupidez y educar al ignorante. No hacer lo propio implicaría sufrir los rigores de este valle de lágrimas durante diez siglos, hasta que en el año 3,000 uno de esos instruidos tome el bloque de mármol de nuestros corazones y liberte al David desnudo, con la honda dispuesta para matar al gigante.

Los que no quieran esperar tanto, allí están los aviones en el aeropuerto. Son unos pájaros muy grandes, hechos de metal. Uno se mete adentro, espera tres horas con los oídos tapados y cuando sale uno se siente que se acabó la pesadilla. Un aire muy fresco truena en nuestra entrepiern­a, y oímos ese lenguaje hecho de buches de saliva que nunca escuchamos en Collores.

La otra solución es renacer, reformar, evoluciona­r, salir del cascarón y afrontar las veleidades de la vida como ha hecho la mayoría de los humanos desde el invento de las herramient­as, esta vez escudados con una única bandera y recitando en alto el “¡Embiste!” de De Diego.

El autor es escritor.

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