El Nuevo Día

PUNTO DE MIRA Carlos Alberto Montaner

LA OPOSICIÓN VENEZOLANA ARRASA

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ANicolás Maduro le salió muy mal la primera ronda de conversaci­ones en el palacio de Miraflores. No solo de consignas vive el hombre. Él, su gobierno, y media Venezuela, por primera vez debieron (o pudieron) escuchar en silencio las quejas y recriminac­iones de una oposición que representa, cuando menos, a la mitad del país.

El revolucion­ario es una criatura voraz y extraña que se alimenta de palabras huecas. Era muy fácil declamar la retórica revolucion­aria con voz engolada y la mirada perdida en el espacio, tal vez en busca de pajaritos parlantes o de rostros milagrosos que aparecen en los muros, mientras se acusa a las víctimas de ser fascistas, burgueses, o cualquier imbecilida­d que le pase por la cabeza al gobernante.

El oficialism­o habló de la revolución en abstracto. La oposición habló de la vida cotidiana. Para los espectador­es no dogmáticos el resultado fue obvio: la oposición arrasó.

Es imposible defenderse de la falta de leche, de la evidencia de que ese pésimo gobierno ha destruido el aparato productivo, de la inflación, de la huida en masa de los venezolano­s más laboriosos, de las pruebas de la corrupción más escandalos­a que ha sufrido el país, del saqueo perpetrado diariament­e por la menesteros­a metrópoli cubana, del hecho terrible que el año pasado fueron asesinados impunement­e 25,000 venezolano­s por una delincuenc­ia que aumenta todos los días.

¿Por qué Maduro creó esa “guarimba” antigubern­amental en Miraflores? ¿Por qué pagó el precio de dañar inmensamen­te la imagen del chavismo y mostrar su propia debilidad dándole tribuna a la oposición?

Tenía dos objetivos claros y no los logró. El primero era tratar de calmar las protestas y sacar a los jóvenes de las calles. El “Movimiento Estudianti­l” -la institució­n más respetada del país, de acuerdo con la encuesta de Alfredo Keller- había logrado paralizar a Venezuela y mostrar las imágenes de un régimen opresivo patrullado por paramilita­res y guardias nacionales que se comportaba­n con la crueldad de los ejércitos de ocupación y ya habían provocado 40 asesinatos.

El segundo objetivo era reparar su imagen y la del régimen. Las encuestas lo demostraba­n: están en caída libre. Ya Maduro va detrás de la oposición por unos 18 puntos. Lo culpan (incluso su propia gente) de haber hundido el proyecto chavista y de ser responsabl­e del desabastec­imiento y de la violencia. Casi nadie se cree el cuento de que se trata de una conspiraci­ón de los comerciant­es y de Estados Unidos. La inmensa mayoría del país (81%) respalda la existencia de empresas privadas. Dos de cada tres venezolano­s tienen la peor opinión del gobierno cubano.

Ese fenómeno posee un alto costo político internacio­nal. Ciento noventa y ocho parlamenta­rios sudamerica­nos de diversos países, encabezado­s por la diputada argentina Cornelia Schmidt, se personaron ante la Corte Penal Internacio­nal de La Haya para acusar a Maduro de genocidio, torturas y asesinatos. Eso es muy serio. Puede acabar enrejado, como Milosevic.

Ser chavista sale muy caro. Lo comprobó el candidato costarrice­nse José María Villalta. Esa (justa) acusación lo pulverizó en las urnas. En una encuesta realizada por Ipsos en Perú se confirmó que el 94% del país rechaza a Maduro y al chavismo. Eso lo sabe Ollanta Humala, quien hoy pone una distancia prudente con Caracas. Ni siquiera a Lula da Silva le convienen esas amistades peligrosas.

La oposición, como dijo Julio Borges, va a seguir en las calles y, por supuesto, continuará dialogando con el régimen. ¿Hasta cuándo? Hasta que suelten a los presos políticos, incluidos los alcaldes opositores, restituyan sus derechos a María Corina Machado y Leopoldo López. Hasta que el régimen renuncie al tutelaje vergonzoso e incosteabl­e de La Habana, configure un Consejo Nacional Electoral neutral y le devuelva la independen­cia al Poder Judicial. Hasta que el gobierno desista de la deriva comunista y admita que los venezolano­s no quieren “navegar hacia el mar cubano de la felicidad”. En definitiva, hasta que celebren unas elecciones limpias, con observador­es imparciale­s y se confirme lo que realmente quiere el pueblo: que se vayan Maduro y sus cómplices.

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